FEMINISMOSLITERATURA Y FILOSOFÍA

Reelaboraciones de la memoria colectiva

Por Nawa Yará
Imagen: Fragmento de Papilarnie VI, de Janusz Jurek

Chicas muertas (2014), de Selva Almada, es una crónica periodística en la que se investigan tres femicidios cometidos en la década de los 80’s en Argentina. Estos femicidios son los de María Luisa Quevedo en 1982 en Presidente Roque Sáenz Peña (Chaco), el de Andrea Danne en 1986 en San José (Entre Ríos) y Sara Mundín en 1988 en Villa María (Córdoba).

Para la escritura, la autora emprende viajes a los distintos puntos geográficos donde ocurren los femicidios y entrevista a familiares y vecinxs de las víctimas así como a cualquier otra persona que pudiera brindarle información al respecto, además de leer los expedientes de cada una. 

La búsqueda de Selva en estas crónicas parece no ser solo la reconstrucción de los hechos en sí, sino que se trata más bien de un modo de reconstruir de alguna manera la memoria de María Luisa, Andrea y Sara. Al mismo tiempo, la escritura de la investigación que la autora lleva a cabo se entreteje con experiencias autobiográficas y con otros discursos sobre violencia de género que se inscriben en el marco de su infancia y que dejan entrever el modo en que la violencia contra las mujeres circula en el interior de nuestro país. Prácticas y relatos patriarcales que marcaron la infancia de Selva y la vida de cientos de mujeres y que se llevan a cabo, sobre todo, en la esfera privada de las víctimas: el hogar y la familia aparecen como potencialmente peligrosos para quienes somos leídas como feminidades dentro de un mundo masculino:

“Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte.”

Los capítulos van intercalando una historia con otra y entre palabra y palabra asoman otros nombres: los de más mujeres cuyo destino fue similar a los de Luisa, Andrea y Sara. Todas ellas desaparecidas o asesinadas desde el retorno de la democracia en nuestro país. Los números, en la crónica de Almada, desaparecen hasta convertirse en nombres: no es lo mismo contabilizar cifras de mujeres muertas o desaparecidas que recuperar identidades y rostros. 

En un sistema cuyo objetivo es hacernos olvidar de los cuerpos y de las identidades, borrar los rastros de las muertas y desaparecidas para convertirlas en un número, el gesto de Selva en la escritura invita a tomar contacto con los cadáveres de estas chicas muertas a partir de la reconstrucción de la atmósfera. Desde allí se delinean sus hábitos, la forma de ser, las identidades y los vínculos de estas mujeres que ya no están y conocerlas desde la ficción para construir una memoria comunitaria. En este sentido, es interesante destacar que la recopilación de sus datos incluye entrevistas, expedientes y testimonios, por lo tanto, las identidades recuperadas lo son a partir de una voz colectiva. No es Selva únicamente quien, a través de la escritura da voz a estas mujeres, sino que se trata de un trabajo colectivo, de una polifonía de voces que reconstruyen relatos de vida.

Pero, además de evocar las identidades de Luisa, Andrea y Sara, el texto deja vislumbrar entre sus líneas una gramática común a todos estos femicidios, como así también en otros discursos que circulan en la crónica, y es aquella que Rita Segato denomina la pedagogía de la crueldad:

Llamo pedagogía de la crueldad a todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. En este sentido, estas pedagogías enseñan algo que va mucho más allá de matar, enseñan a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas residuos en el lugar del difunto.” 

La violencia patriarcal aparece naturalizada y uno de los efectos de su naturalización es, además de la crueldad y falta de empatía frente al dolor de otras vidas, el olvido: la desaparición de un vínculo que enlace la memoria de estas mujeres con la comunidad. Frente a esta muerte desritualizada, frente a la desaparición de cadáveres e identidades, Almada reinterpreta el pasado y lo reelabora desde un lugar crítico que permite dar cuenta de la relación que existe entre estos femicidios y las prácticas y discursos heteropatriarcales en nuestro país. 

Finalmente, la narración introduce también un aspecto simbólico muy interesante. Se trata de la historia de la huesera: una anciana que junta todo tipo de huesos de animales y, una vez que los tiene, elige una canción que comienza a cantar. A medida que la anciana canta, el cuerpo del animal se reconstruye, tomando forma poco a poco hasta que este animal, ya completo, corre hacia la oscuridad de la noche convirtiéndose en una mujer.  Existe un paralelismo entre la recuperación de la huesera y la reconstrucción de la memoria que Almada lleva a cabo a través de la escritura de su crónica: 

 “Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir”