Pensamiento Crítico

Carta de una travesti anarquista a las 10 millones de personas que no votaron en las PASO

[responsivevoice_button voice=”Spanish Latin American Female” buttontext=”Escuchar”]

Por Yunga

No creo en la democracia representativa. Es decir, sí, es la forma de organización en la que más tiempo y energía hemos invertido les humanes en los últimos dos milenios y sin duda tiene algunas ventajas… pero está clarísimo que el extractivismo, la tercerización y la explotación de la naturaleza (humanes incluídes) han alcanzado niveles apocalípticos. El voto a Milei es, irónicamente, una expresión de la preocupación y el enojo de una sociedad que ya no cree en el progreso ni en la eficacia de la política partidaria. Un voto castigo hacia ese sistema defectuoso. Ni peronismo ni macrismo. Lo que sea, pero otra cosa.

            La situación similar más reciente fue La Grieta del 2015. En aquel entonces era Macri quien representaba a esa “otra cosa”. De los 26 millones que votaron en segunda vuelta, entre blancos y anulados, unas 600.000 personas (2% del total) eligieron no elegir, siguiendo la línea propuesta por Nico del Caño y su icónico “son lo mismo”. En las últimas PASO esa proporción se triplicó (un 6% del total) y aún así, esos números no son nada al lado de las 6 millones de personas que en el 2015 no fueron a votar.

            En las últimas PASO ese número, que en 2015 era el 19% del padrón electoral, ascendió a 10 millones personas (un 30% del total) que ni siquiera fueron a votar

            Está claro que el nivel de disconformidad respecto al sistema democrático actual aumenta rápidamente, en sintonía con el agravamiento de la crisis política y sobretodo ecológica que atraviesa el planeta.

            En aquel entonces (2015) yo todavía no me consideraba anarquista. Salvo excepciones, votaba siempre la izquierda. No me entusiasmaban mucho sus propuestas, pero con hacer crecer ese 2 o 3% de partidos rojos me alcanzaba para calmar la culpa de clase que sentía como princesa universitaria.

            Recién durante la pandemia, cuando me alejé de la burbuja del feudalismo universitario y pasé a vivir entre anarquistas que odiaban tener jefes y reyes tanto como yo, descubrí que no votar era un opción válida. Que las multas eran inexistentes o insignificantes, una estrategia para atemorizar más que una consecuencia real a la renuncia de ese “deber cívico”.

            Cuando se vive en los márgenes de la economía vendiendo comida, sexo y/o arte, la política partidaria es en un fantasma lejano que aparece sólo cuando nos encontramos con gente que habita el mundo de la relación de dependencia.

            No creo que ningunx anarquista crea que la acción de no votar pueda dañar la estructura capitalista. Sin la lucha en la calle, sin la acción directa, sin poner el cuerpo el resto del año, un presidente puede ser elegido con 7 millones de votos como Milei o 13 millones como Macri y en ambos casos la destrucción puede ser igual de atroz. Esto es: nadie cree que no votar previene que los Estados sigan abusando de la tierra y sus habitantes.

            Y sin embargo, entre 2019 y 2021, no voté. Mi despertar anarquista me llenaba de furia y tener que hacer una fila para elegir a un abusador me resultaba una idea insoportable. Al menos en mi experiencia, la necesidad de no votar no era tanto política (aumentar el % de votos negativos) sino emocional. Cuando se odia al Estado y a la humanidad en la que nos hemos convertido, a lo que le hacemos a la naturaleza, elegir al próximo líder abusador de nuestro pedazo de Gea se siente como elegir el arma con el que se torturará a nuestra madre.

            Mi intención ahora es, sin apelar a la culpa ni a la responsabilidad ni al capacitismo, intentar contangiar un poco de las motivaciones que en el último año me llevaron a volver a votar a personas que odio con tal de evitar que ganen personas que odio mucho más.

            Hasta el verano de 2021, mi plan para combatir el capitalismo era buscar personas que quisieran formar una comunidad autogestiva que tuviera la voluntad de usurpar (es decir, recuperar) terrenos en las cercanías de donde hoy la autovía causa mayores daños. Es decir, buscaba combatir al Estado (y las empresas que lo controlan) en una lucha cuerpo a cuerpo. Mi inspiración la encontraba en la Nación Mapuche y su centenaria resistencia en el sur, combatiendo una destrucción subsidiada por empresarios que, en complicidad con las fuerzas militares, vienen asesinando a les protectores de la tierra desde antes incluso de que los Estados se llamasen Estados.

            A mi terapeuta no le gusta cuando digo que en esos años de anarquismo dedicaba mucho tiempo a tratar de prepararme mentalmente para la cárcel. Ella, que trabajó en la cárcel y por lo tanto conoce sus horrores de cerca, sabe bien que es imposible que una princesa universitaria logre preparar su cuerpo y mente para soportar los mecanismos de tortura del Estado.

            Y sin embargo, la única forma de que el miedo a enfrentarse al poder no sea paralizante es trabajando al mismo tiempo la aceptación y la negación.

            Para mediados del 2021 estaba tan convencida de que mi lucha me costaría la libertad que hasta contemplé la posibilidad de cometer un delito menor, pasar un año presa, y determinar recién ahí si tendría la fuerza para arriesgarme a pasar los (por ejemplo) 8 años que lleva secuestrada por el Estado Milagro Sala, la presa política más famosa del territorio.

            Durante enero del 2022, sin embargo, pasé una larga estadía en la casa de mi madre, una historiadora muy querida y admirada de Tucumán (y mi más fuerte alianza política y económica). Me había llevado para leer Anarquistas Expropiadores, de Osvaldo Bayer, y durante esos días discutíamos una y otra vez acerca de la mejor forma de transformar la sociedad. Ella por supuesto no coincidía en arriesgar tanto mi cuerpo y mi liberad como venía arriesgando yo, enfrentando al Estado en las calles; sin embargo como siempre, a pesar de demostrarme su preocupación, apoyaba cualquier decisión que yo tomase.

            De ese viaje volví cambiada. No voy a entrar en los detalles acerca de por qué decidí volver a elegir no arriesgarme tanto, pero en 2022 di un giro de 180 grados y empecé algo así como una carrera política. Me acerqué al fútbol como lenguaje para comunicarme con una gran pluralidad de pensamientos, entré a trabajar en un gremio docente para aprender las técnicas de organización social y, sobretodo, desarrollé un nuevo plan que, sin necesidad de ir a ese tan difícil cuerpo a cuerpo contra el Estado, busca desmantelar los mecanismos de terciarización que hoy causan tanta desigualdad y explotación.

            Aquí una persona que no votó podría decir ¿Y? ¿Qué me importa a mí que vos creas que podés cambiar las cosas? ¿No es acaso lo que creen también todos los políticos?. Y tendría razón. En algún sentido no es muy distinta mi voluntad política de aquella que tienen lxs políticxs cómplices de la explotación; pero hay una diferencia, que curiosamente tengo más en común es con el horroroso de Milei: no quiero ser más esta humanidad. No quiero más este Estado explotador. Hay que hacer algo urgente para transformarlo.

            Y sin embargo, además de las obvias diferencias ideológicas que tendría cualquier transfeminista con Milei, la gran diferencia entre el odio de Milei hacia el Estado y el que siento yo, es que mi odio va digidido hacia la Institución en tanto organización, no hacia las personas que trabajan en ella. Ahí es donde incluso pienso diferente que mis alianzas anarquistas: me siento incapaz de odiar a todxs lxs policías. A quien odio es a la Institución Policial como solución al problema de la desigualdad económica.

            En ese sentido, a diferencia del “Que se vayan todos” (del Estado) que propone Milei (y que en definitiva implica entregar las instituciones a Estados del hemisferio norte), la solución que a mí me parece mucho más interesante es: “Que seamos todxs” (el Estado).

            Un desmantelamiento rápido de todas esas instituciones que hoy mantienen económicamente a millones de personas (sea mediante un recorte brutal, sea mediante una guerra civil) lo más probable es que esa transición cueste miles de vidas y enormes cantidades de crisis y explotaciones.

            Cuando un problema parece no tener solución, es totalmente comprensible buscar destruir el problema. Yo misma quise destruir la sociedad entre 2019 y 2021. Recién cuando logré calmar mi enojo y mirar el problema desde afuera con la misma combinación entre pasión y frialdad con la que en algún momento estudié a los agujeros negros, llegué a la conclusión de que va a ser mucho más fácil y sobretodo rápido transformar la economía distribuyendo el poder político entre toda la población mediante nuevas tecnologías, que quemarlo todo y volver a empezar.

            En esa línea, si gana Milei, el futuro que yo veo más probable es aquel en que las empresas abusan tanto de su alianza con el Estado que la gente se ve obligada a salir a saquear, como ya pasó en 2001 después de los años de privatización en manos de Menem, el presidente que Milei reinvindica. Curiosamente ese resultado es justamente el que busca el anarquismo: la revuelta social. Más aún, es difícil disociar a la elección de Macri con el surgimiento de la última ola feminista que llevó a la ley de aborto. Sin las invasiones inglesas de 1806 quizás la independencia habría llegado mucho más tarde (por poner un ejemplo emblemático en nuestro territorio). Esto es: encontrar un enemigo en común es una forma válida de generar alianzas, pero no la única.

            El problema de hacer ciencia contrafactual es que tendemos a creer que lo que efectivamente sucedió fue “lo mejor”. Quizás si una diplomacia hubiese evitado las invasiones inglesas, hoy seríamos una monarquía con un rey Inca, como proponía Belgrano. Muchas veces la construcción a partir del odio lleva a sistemas odiantes. O bien sistemas que surgieron a partir de un sentimiento amoroso producen instituciones llenas de odio (como la religión). No hay una única manera de construir, pero por esa misma razón todo método es válido.

            Votar a Massa es votar por el mismo camino hacia el desastre ambiental y económico en el que estamos ahora, estoy de acuerdo. Y sin embargo mi invitación es a confiar en que ese Estado (el que tenemos ahora) no es tan rígido como parece. Como dice el Zizek, el capitalismo se muestra tan invencible que ofrece al apocalipsis como única salida (con Milei como jinete, en este caso), pero la verdad es que las sociedades ya hemos logrado vencer dioses que se mostraron más invencibles. Internet es una herramienta poderosísima que tiene muy pocas décadas y hace muy pocos años que llegó a las manos de la mayoría de la población. Por supuesto, hasta ahora son sobretodo las grandes empresas las que sacar el mayor provecho a su existencia, pero yo creo con total convencimiento que es posible poner a la tecnología de nuestro lado. Hackear al sistema diseñando un troyano que, en lugar de prender fuego la compu, le instale un nuevo sistema operativo que evite la tercerización capitalista.

            Mi invitación (y en alguna medida también mi súplica) es a cambiar de perspectiva. Un voto a Massa no es para nada una adhesión a sus políticas espantosas. Así como los presidentes no cumplen con lo que prometen en campaña, así tampoco tenemos por qué quedarnos con que nuestro voto es una entrega de confianza. Si escribí este texto para pedirles el enorme esfuerzo de ir hasta una escuela a meter en un sobre la cara de un ser que detestan no es porque crea que nada bueno pueda salir de Massa, sino porque creo que es más fácil desarrollar una tecnología que desmantele el capitalismo en el contexto de un Estado como el actual, que en aquel que propone Milei.

            Ojo, ni siquiera estoy pensando en términos económicos. Si las dirigencias de las instituciones estatales pasan a estar en manos de empresarios extranjeros (es decir, se privatizaran), quizás en un principio la economía podría, sí, estabilizarse, como pasó en los 90. Vendiendo todos los muebles de la casa podríamos disfrutar de unos buenos meses de vacaciones, pero en algún momento la plata obtenida con lo vendido (o lo prestado por el FMI) se acaba, como pasó en 2001. A la larga es mucho más difícil construir una sociedad igualitaria cuando el Estado está en manos de empresas internacionales que tienen la fuerza económica para asesinar en masa con impunidad, como sucede hoy en otros países de latinoamérica.

            El mensaje ya está dado: no nos gusta Massa. No nos gusta el Estado actual ni el que propone él. Podemos encontrar muchas formas de seguir expresando ese descontento, pero sinceramente no creo que el hecho de no votar, de arriesgarnos a un panorama de destrucción como el que propone Milei (o de persecución como el que propone Bullrich) sea la mejor forma de dejar de ser esta humanidad. Es, sí, lo sé bien, un esfuerzo enorme en términos emocionales el que se hace cuando se nos pide hacer algo que no nos gusta, pero encarecidamente quiero pedirte que confíes, no en él, no en el kirchnerismo, no el peronismo, sino en todas esas personas que estamos intentando aprovecharnos de esas hendijas del Estado que nos permiten usar sus armas en su contra y que, en manos de otras fuerzas políticas, podrían volverse demasiado chicas.