Una de las voces del poder
Por Nawa Yará
A esta altura del siglo XXI es difícil encontrar a alguien que esté al margen de la emergencia de los movimientos feministas en Latinoamérica y en el mundo en general. Ya sea que estén en contra, esxs que siguen diciendo la “jabru” o los progenitores que no pagan la cuota alimentaria o lxs que te gritan asesina por pedir la legalización del aborto, o a favor. Independientemente de que estemos de acuerdo o no, la ola feminista que se expande y se contrae alrededor del mundo, con la fuerza de un mar embrabecido, es un hecho. Y surge a partir de la comprensión de las profundas desigualdades con las que nos enfrentamos mujeres y disidencias dentro del sistema hegemónico de nuestra cultura: el patriarcado.
Sin embargo, el tan nombrado y conocido patriarcado no es más que la punta de un iceberg que vemos salir a la superficie y contra la que ya nos hemos estrellado cientos de veces por la crudeza de su accionar: violencia física y psicológica, homofobia, transfobia, feminicidios, travesticidios o transfemicidios, y la lista sigue incansablemente. Está ahí a la vista de todes: en las calles, en los medios de comunicación y redes sociales o en las conversaciones cotidianas vemos los estragos que hace sobre la vida de mujeres y disidencias. Pero es solo eso, la punta de un iceberg, lo que en psicología llamaríamos el síntoma: la cara visible de algo que se encuentra mucho más allá de lo que podemos ver. Debajo del agua se esconde un bloque de hielo infinitamente mayor al que vemos en la superficie, y que confunde sus contornos con el azul oscuro del mar.
El patriarcado en sí mismo solo es posible en la medida en que existe un sistema simbólico cultural que lo avala, lo impulsa y, ¿por qué no?, lo vela. Esto no es primicia y las feministas de la tercera ola ya habían comenzado a intuirlo hace casi un siglo. Pero las cosas porque se saben no se dicen y porque no se dicen, se olvidan: el lenguaje construye mundos. Desde el lenguaje partimos, al lenguaje vamos y en el lenguaje somos. Aquello que somos y que mostramos a les otres no es más que el relato que construimos de nosotres mismes. El significado que le atribuimos a las cosas y el modo de ver el mundo forma parte del mismo proceso, aunque este sea un proceso colectivo: inventar formas de significar lo real.
Y sobre eso quiero escribir hoy, sobre un relato en particular a partir del cual fueron tejiéndose los hilos de nuestra civilización: el androcentrismo. “Andro” es una palabra que proviene del griego y significa varón/hombre (recordemos que en la antigua Grecia los únicos sujetos libres que constituían al pueblo eran los varones) y -centrismo de centro, claro. El androcentrismo es, entonces, ese relato que los varones se contaron a sí mismos y nos contaron a nosotres (¡y nosotres les creímos! que no es poca cosa) para hacernos creer que la humanidad es masculina. No es casualidad que se hable de “los hombres” como representantes de toda la humanidad en libros, doctrinas y religiones. Tampoco es inocente que el genérico gramatical en español sea el masculino: cuando se habla en masculino nos referimos tanto a los hombres como al resto de las identidades. En español el género marcado es siempre el femenino, el género otro.
En este sentido, el lenguaje inclusivo es una primera tentativa de disputar el lugar que la lengua le otorga a las identidades. Pero con eso no basta, la humanidad es masculina porque también ha sido forjada con símbolos creados por varones a lo largo de siglos, qué digo, ¡milenios! Héroes, ídolos y próceres, fundamentalmente masculinos, colman nuestra cultura de norte a sur y de este a oeste. Son los representantes de la humanidad: la historia y la política no habla más que de ellos, los dioses masculinos se impusieron y destronaron a las antiguas diosas femeninas, relegándolas a un papel secundario. Ya lo dijo Pitágoras hace más de dos mil años: ”Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer.” Hasta allá, y más abajo, llega la parte sumergida del iceberg que permanece oculta.
Creo que el verdadero desafío que tenemos por delante es el de rasgar los velos de ese relato que las masculinidades hegemónicas nos (y se) contaron sobre la humanidad diciéndonos, a mujeres y disidencias, que nuestro rol es secundario. Construir nuevos héroes y heroínas, ídolxs e íconos que escapen a la masculinidad hegemónica y al modo en que esta distribuye los significados dentro de una sociedad. No se trata simplemente de darnos cuenta de las profundas desigualdades existentes entre varones, mujeres y disidencias dentro del campo social en términos materiales. Por supuesto, siempre existe ese Fulano que dice “en mi casa las mujeres biri biri”. Sí, Fulano ya sé que en tu casa las mujeres hacían todo porque los varones de tu familia no tenían los ovarios que hacía falta para compartir responsabilidades.
Pero estamos hablando de otra cosa. Hablamos de un país, un continente o la mitad del globo que creció en el seno de una cultura cuyo mito fundante es el de Eva, la mala mujer, que comió la fruta del conocimiento y condenó a toda la humanidad a vivir fuera del Paraíso. Parece ciencia ficción, pero no lo es: son los mitos y los símbolos fundantes de nuestra cultura los que construyen la forma en que percibimos el mundo. Por muy ajenos que nos parezcan, las raíces de nuestra civilización se encuentran profundamente arraigadas a ellos. Hablamos de miles de millones de personas que crecieron con el modelo inconsciente de madre incondicional que el cristianismo sostuvo a través de la Virgen María durante siglos. Una quinceañera judía que tuvo la mala suerte de ser fecundada por una paloma y sacrificó su ser y su existencia por su único hijo a pedido de Dios o del jefe que, para el caso, es lo mismo.
Sin ánimos de ofender a ningune buene cristiane, ni de terminar en la lista negra de algún Laje, me parece que estos símbolos ilustran con claridad lo que el androcentrismo hizo con nosotres: inventar un relato en el cual el ser supremo es masculino, el sujeto universal es varón y, el resto de nosotres, somos accesories. Disputar, entonces, los lugares de la palabra, los símbolos y mitos que construyen nuestra cultura y a nosotres mismes, recuperar una voz propia y destronar a los dioses de la misoginia para abrir paso a nuestrxs propixs diosxs y heroínas es, creo yo, una tarea fundamental dentro de la agenda de la lucha feminista.