América Latina: Tierra de Contradicciones (2da parte)
Pasada la noticia de la vuelta de la lucha armada de un pequeño grupo de las FARC, los líderes indígenas y campesinos de Colombia siguen siendo asesinados sin registro de los medios masivos de incomunicación y las sociedades de los países hermanos del continente. Una democracia de muerte.
La Guerra de la Abundancia.
El 26 de septiembre, el Consejo Nacional Indígena del Cauca (CRIC), denunció el asesinato de Marlon Ferney Pacho de 24 años de edad, reconocido por su gran liderazgo y también por cumplir la función como secretario del cabildo en el resguardo de Tálaga del municipio de Páez.
El caso del líder campesino Jairo Javier Ruiz Fernández, sucedió en la noche del mismo día. El líder era reconocido por ser uno de los fundadores de la Asociación Campesina de Trabajadores de Balboa (ASCATBAL), y también por ser integrante de varias organizaciones sociales como, la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (FENSUAGRO), y la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (ANZORC).
El día anterior fue aseinado, Carlos Celimo Iter Conde, excombatiente de las FARC, que llevaba adelante su proceso de reincorporación en zona rural del municipio de Caloto, y era presidente de la junta directiva de la Cooperativa Multiactiva de Mujeres Víctimas del Conflicto Armado del Común (COOMEC).
Desde el 2016, año en que se firmó el Acuerdo de Paz con las FARC, hasta junio de este año, han asesinado 139 ex guerrilleros que estaban en procesos de reincorporación. Asimismo, la ausencia del gobierno de Colombia y la falta de garantías, han incrementado notablemente los crímenes hacia líderes sociales. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), entre el 1 de enero y el 17 de noviembre del 2018 han sido asesinados 226 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos. En más del 80% de los casos de asesinatos presentados en Colombia, no se ha judicializado a los autores que han cometido las masacres.
Chucho Yalanda, líder de la comunidad indígena de Ambaló, en norte de Cauca, una vez me confesó: “Tengo diez hijos porque cinco van a ser asesinados, pero cinco va a seguir defendiendo el territorio.
Democracia de muerte.
Siendo una de las democracias más estables de América Latina, la historia de Colombia cuenta con los más escalofriantes hechos de terrorismo estatal. Cuando en 1948 fue asesinado el líder político Jorge Eliecer Gaitán, candidato a presidente por su labor en la defensa de los derechos humanos y la denuncia de la llamada Masacre de las Banaeras, perpetuada por la multinacional Chiquita Brands (hoy United Fruits) contra sus trabajadores de la costa caribe, el pueblo reaccionó en masa en una revuelta llamada Bogotazo. A partir de ahí se desató una cruenta guerra civil entre liberales y conservadores que más allá de sus millares de muertes, sirvió para que los grandes terratenientes expandieran su frontera agrícola desplazando campesinos. Algunes subieron a las montañas a cultivar la tierra y organizarse en “repúblicas independientes”. El bombardeo por fuerzas militares nacionales y de los Estados Unidos de la república independiente de Marquetalia, dio inicio a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Muches de les integrantes de esta guerrilla a los largo de sus más de cincuenta años de vida se volcaron a la lucha armada luego de ser criminalizados y perseguidos por sus labor sindical, intelectual o política. Pocos recuerdan que el miembro del secretariado de las FARC, Raúl Reyes, asesinado en una maniobra conjunta de los ejércitos de Ecuador, Colombia y Estados Unidos en conjunto con grupos paramilitares en 2008, había sido sindicalista de Sinaltrainal, el sindicato de la alimentación que lleva denunciando a nivel mundial más de 50 asesinatos de líderes del sindicato en manos de paramilitares contratados por empresas multinacionales de la alimentación como Coca Cola o Nestle.
En Colombia es difícil escuchar hablar de política. Sobre todo en relación con la guerrilla. Sin embargo cuando en confianza se llegaba a obtener una definición de los movimientos indígenas o campesinos, algunes esgrimían una teoría del tipo: “No estamos con ellos ni avalamos sus ataques a las pueblas, pero si no fuera por las FARC, muchos más de nosotres estarían siendo asesinados.
Sin paz
El Acuerdo de Paz firmado por las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos en 2017 lejos de ser literal, fue más bien una rendición del grupo guerrillero más longevo de América Latina luego de años de masacres y acorralamiento en manos del ejército de Colombia, el de Estados Unidos, y los grupos paramilitares financiados por ambos, con pruebas suficientemente documentadas en la justicia de la convivencia entre estos grupos terroristas y el gobierno de Álvaro Uribe Velez. Muchas organizaciones denunciaron que el acuerdo firmado en La Habana no contenía la voz de las pueblas de Colombia ni cuestionaba el régimen capitalista de muerte que es el principal responsable de la guerra en pos de la extracción de recursos naturales que en Colombia duplican o sextuplican el rendimiento o ganancia promedio en el mundo.
“El acuerdo es muy explícito en que el agronegocio, la producción a escala, el monocultivo de productos tropicales para los mercados externos existirán al lado de la producción campesina, pero los campesinos se asociarán con las multinacionales. También prometieron titular siete millones de hectáreas que los campesinos ya tienen en sus manos pero sobre las cuales no poseen títulos legales. Esto ha sido política estatal también e inclusive forma parte de las políticas del Banco Mundial desde los 90. Pero ninguno de estos dos elementos son reformas, son más bien, actos administrativos”, aclara el investigador Gearóid Ó Loingsigh. Agrega: “El único cambio sustancial que existe en el Acuerdo de La Habana es el punto cinco sobre justicia. Se creó la Jurisdicción Especial Para La Paz para juzgar a los crímenes cometidos en el conflicto. Entre los problemas principales se encuentran: que no existe el reconocimiento de la rebelión en el acuerdo y mucho menos el derecho a la rebelión en el documento. Se equipara a las FARC y todos sus actos, tanto los justificables como los condenables, a los crímenes cometidos por individuos en las fuerzas oficiales del Estado, es decir, en el borrador, las FARC son una organización criminal, más no rebelde, todo acto de ellos es comparable con las masacres cometidas por el Estado, con los falsos positivos o la desaparición de los trabajadores del Palacio de Justicia. Allí comienzan todos los problemas que las FARC tendrían después, reconocieron y aceptaron ser tratados como criminales y aceptaron individualizar la responsabilidad del enemigo. No es un asunto simplemente de condenas y responsabilidad penal, sino va al fondo del asunto de que es el conflicto colombiano. En el Acuerdo es un conflicto entre un Estado cuyos funcionarios a veces se exceden o infringen la ley y unos criminales de las FARC. En ese marco no existe una estrategia de terrorismo de estado, ni mucho menos una responsabilidad del Estado por el conflicto en sí. El Acuerdo también daba un trato preferencial a los empresarios, es decir la impunidad de las multinacionales no es un acto de perfidia, ni una maniobra de Uribe u otros, sino es algo acordado con las FARC. Santos fue muy claro en su discurso ante la Asociación Colombiana de Petróleos que no iban a procesar a los “civiles” es decir a los empresarios que financiaron a los paramilitares. En La Habana las FARC solo tenían que defender conceptos como la rebelión, el terrorismo de estado como una realidad y negociar cambios estructurales en el sistema jurídico. Lo pasaron por alto y en vez de negociar una nueva Ley de Extradición que prohíbe la extradición por crímenes cometidos en Colombia, optaron como los creídos y egocéntricos que son, por unas prebendas jurídicas para ellos mismos, no más. Poco les importó cómo funcionaría el sistema judicial para el resto del pueblo luego del Acuerdo. Hoy pagan las consecuencias de sus decisiones, son tratados como los criminales que reconocieron ser”. A su entender la nueva formación de las FARC solo surge del descontento con estos acuerdos y su no inclusión en el “chantaje”.
Mientras tanto siguen muriendo centenas de líderes sociales que reclaman por su tierra, la reproducción de la vida, los derechos a la salud y la educación. Pero la noticia no es esa. La noticia es el resurgimiento de ese pequeño grupúsculo de ex guerrilleros, que no se cuentan entre los asesinados luego del acuerdo, ni aquellos que hoy son juzgados o se sientan cómodamente en los sillones de una democracia cómplice de la mayor historia de masacre de las pueblas que haya visto América Latina en el último siglo (hoy quizás México y Brasil le van a la par).
De si Venezuela es una dictadura lo hablamos otro día.
DIBUJO: Nico Mezca