Perú: Crisis de régimen de dominación y restauración inestable
Por Omar Cavero
En los últimos diez años, las noticias sobre el Perú pasaron de proyectar una imagen de relativa estabilidad económica y política –ciertamente, en términos neoliberales-, a presentar un país convulso: siete presidentes en ocho años (2016-2025), consecuencia de tres vacancias presidenciales (2018, 2020 y 2025) y de un golpe parlamentario (2022); una disolución congresal consumada (2019) y otra frustrada (2022); una pandemia que dejó la tasa más alta de fallecidos en el mundo (2020-2021); protestas masivas reprimidas violentamente (2020, 2022, 2023, 2025), dejando saldos de decenas de muertos; y un crecimiento exponencial, en los últimos tres años, del crimen organizado.
¿Cómo situar estos acontecimientos y procesos en una interpretación general sobre la trayectoria histórica del país? ¿Cuál es su sentido concreto, más allá de un caótico desorden y de una crisis que se extiende sin causas y sin límites? Para intentar responder estas cuestiones quisiera sostener la tesis de que el Perú atraviesa una crisis que compromete a toda una forma de organizar el poder que fue relativamente estable desde la década de 1990, a la que llamo régimen de dominación neoliberal, y que el desarrollo de esa crisis se encuentra en una fase de restauración que no logra consolidar todavía los términos de una nueva normalidad.
Por régimen de dominación entiendo al conjunto de mecanismos mediante los cuales las clases dominantes reproducen el ejercicio de su dominio en un periodo histórico específico. Estos mecanismos implican formas de organizar la producción, de ejercer el poder político, de construir hegemonía y de establecer jerarquías sociales. Lo central en ellos es su capacidad de estabilizar las relaciones de poder; es decir, de configurar determinado orden de cosas. Un ejemplo clásico de ello es el régimen de dominación oligárquico, que tuvo vigencia en el Perú entre fines del siglo XIX y la década de 1960.
Las bases del régimen de dominación neoliberal
Tras la inestable y caótica década de 1980, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) sentó las bases de un ordenamiento del poder que ha mantenido sus rasgos fundamentales hasta hoy. Es posible afirmar que ese régimen de dominación se ha sostenido en las últimas tres décadas en torno, por lo menos, a cuatro elementos fundamentales, a modo de pilares sin cuya presencia el edificio corre el riesgo de colapsar. Estos son: la dirección empresarial del Estado, la estabilidad macroeconómica, el control de la opinión pública y la debilidad de la oposición social y política.
Aseguradas esas condiciones, el fin de la dictadura fujimorista en el año 2000 dio paso a formas democráticas que no sólo ocultaron la continuidad, sino que permitieron determinados grados de competencia y de repartición del poder. Los gobiernos de Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016) garantizaron la prolongación del régimen, a la vez que incorporaron al Estado a técnicos progresistas de las capas medias, alineados con la sensibilidad socialdemócrata y posmoderna predominante en los organismos multilaterales y en la izquierda global post-caída de la URSS.
Aunque las clases populares quedaban excluidas del reparto del poder y persistían la precarización laboral, el deterioro de los servicios públicos y el saqueo de los recursos naturales, tanto desde los voceros del sector corporativo como desde la intelectualidad moderada, parecía instalarse una especie de consenso: el Perú va por buen rumbo, con crecimiento y democracia, y lo que hace falta es fortalecer la institucionalidad. No importaba que ésta tuviera su origen en la dictadura de los años noventa.
De este modo, el control empresarial del Estado quedaba oculto y legitimado. Mientras en América Latina se desarrollaba la llamada “ola progresista”, en el Perú, aunque la población elegía alternativas de cambio en cada proceso electoral, los mecanismos de poder de las clases dominantes, apadrinadas por los Estados Unidos, lograban mantener el rumbo inalterado. Un extraviado politólogo peruano, Alberto Vergara, se sorprendía el año 2012 al constatar esa “alternancia sin alternativa”.
La gestación de la crisis
Pero el régimen fue gestando contradicciones internas que progresivamente desembocaron en la crisis actual. De un lado, el agotamiento del ciclo de crecimiento económico iniciado en 2001 llevó a que desde 2014 el empresariado ahonde su presión por obtener una tasa de ganancia más alta a costa de la recaudación fiscal, el medioambiente y el nivel de vida de las mayorías. Esta fue la agenda contra la “desaceleración”, que motivó, por ejemplo, una reforma laboral que recortaba derechos a los jóvenes y que fue repelida por masivas protestas el año 2015.
Por otro lado, el escándalo de Lava Jato abrió desde 2016 un enfrentamiento entre los operadores políticos del régimen, desatando una alta inestabilidad gubernamental y una acelerada pérdida de legitimidad. No sólo quedaba al descubierto que, efectivamente, el gran capital nacional y extranjero controlaba el Estado a través de una multiplicidad de operadores, sino que las consecuencias judiciales del destape ponían a esos operadores frente a dos riesgos: quedar desacreditados frente a las clases dominantes y acabar en la cárcel.
La pandemia de COVID19 acentuó drásticamente estas tendencias, a las que se sumó la participación activa de grandes sectores de la población en manifestaciones sociales. Parecía erosionarse de forma progresiva uno de los pilares del régimen: la debilidad de la oposición social. En 2020 irrumpen masiva, aunque brevemente, las capas medias urbanas en protesta contra la vacancia de Martín Vizcarra, incluyendo posiciones críticas al conjunto del sistema político. Dos meses después miles de obreros de la agroindustria realizan un extendido paro contra la prórroga de un régimen laboral especial con derechos recortados en el sector. Ambas luchas culminaron con manifestantes asesinados.
Sin ser producto de un proceso acumulativo, y representando clases con intereses distintos, estas manifestaciones –en la forma de estallidos, con pocos grados de organización- indicaban que el conflicto político entre operadores del régimen, un conflicto hasta entonces desarrollado “en las alturas”, pasaba ahora a convertirse en una contienda de mayor alcance, expresando antagonismos de clase cada vez más acentuados.
Aquello fue especialmente claro en las elecciones generales de 2021. La segunda vuelta en esas elecciones, para sorpresa del propio diseño electoral, representó orgánicamente a los dos polos principales de las luchas de clases en curso. Keiko Fujimori, heredera del ex dictador, alineó detrás suyo a las clases dominantes, incluida la mayoría de los operadores políticos del empresariado, que dejaban atrás sus histriónicas diferencias y se enfilaban en torno a la defensa del orden, con cuotas exacerbadas de racismo y anticomunismo. Pedro Castillo, por su parte, alineaba detrás suyo a los sectores populares, con predominio obrero, provinciano e indígena. Las capas medias urbanas, sobre todo costeñas y criollas, se encontraban divididas, confundidas y atemorizadas.
Las fuerzas de restauración
El gobierno de Castillo y los acontecimientos que siguieron al golpe parlamentario de diciembre de 2022 son la continuación de las luchas expresadas electoralmente en 2021. Es desde ese año que emergen, con un excepcional grado de conciencia, fuerzas de restauración que buscan resolver la crisis de régimen acabando con toda oposición, ofreciendo retornar a la vieja estabilidad. La consigna fue mantener a raya las “clases peligrosas”. Con esa divisa, fueron ganando hegemonía las expresiones ideológicas más conservadoras, en consonancia con las tendencias globales.
Aunque es posible afirmar que, durante su gobierno, Castillo no intentó implementar un programa de grandes transformaciones, es claro que, a diferencia de otros antecesores con propuestas electorales progresistas (Toledo, Humala), no llegó a ser cooptado por la tecnocracia neoliberal. También es cierto que abrió las puertas del aparato público a capas medias provincianas que amenazaron a las redes de poder progresistas limeñas y que no perdió por completo su conexión con las masas populares, que esperaban que el gobierno impulse un cambio constitucional, dejando atrás la Carta Magna fujimorista de 1993.
Todo ello lo convirtió en un gobierno percibido como amenazante para el régimen. Había que aleccionar a las clases populares dejando el mensaje de que fue un error elegir a ese maestro rural con sombrero chotano. Había que generar inestabilidad económica, boicotear sus políticas, desacreditar al Presidente, ridiculizarlo, vacarlo, apresarlo. Y mientras la presión crecía junto con el desprecio, se fortalecía la identificación con los sectores populares: los ataques hacia Castillo un amplio sector los sentía como una representación del ataque cotidiano de los poderosos contra los más olvidados.
Confluyeron en la cruzada golpista las diversas redes de poder mediante las cuales las clases dominantes aseguraban su dominio, movilizándose personas y recursos en ámbitos diversos como la Fiscalía, el Congreso, los medios de comunicación, los gremios empresariales, las embajadas, las fuerzas policiales y las fuerzas militares; y también, aunque en menor grado, en espacios como la academia, la sociedad civil y las organizaciones sociales. No es posible señalar que hubiera alguna suerte de maestro de orquesta detrás. Sin embargo, los operadores más organizados se agruparon detrás del fujimorismo, que cobró un indudable rol dirigente.
La restauración: Dictadura y violencia
Las masacres que siguieron al levantamiento popular contra Dina Boluarte, que asumió el gobierno aceptando ser la cara visible de la restauración, expresan la apuesta del régimen por retomar el viejo orden mediante el uso de la violencia. El recurso a la dictadura es expresivo de la crisis en curso. En 1992, el autogolpe de Fujimori inauguró una dictadura que tuvo como finalidad sentar las bases del régimen neoliberal. Treinta años después, en 2022, el uso explícito de la fuerza emerge nuevamente en su auxilio.
Sin embargo, a diferencia de los años noventa, se trata de una dictadura todavía incapaz de sentar las bases de una estabilidad renovada. Fujimori contaba con un contexto de inseguridad y de crisis económica que le permitía justificar la concentración del poder y el ejercicio de la violencia. El régimen actual, aunque ha intentado repetir la misma narrativa, atribuyendo las protestas al terrorismo y aprovechando la violencia criminal para justificar el endurecimiento de la represión, no logra obtener el mismo resultado.
Es posible que la estrategia de mantener a Dina Boluarte como la cara visible del gobierno, con la finalidad de atraer contra sí las críticas, haya resultado demasiado costosa. Boluarte pasó a personificar de forma especial la indolencia del régimen frente a la situación de las mayorías. Demostró que puede funcionar sin aprobación, sólo con el respaldo de las clases dominantes, de sus operadores políticos y de las fuerzas represivas. Todo ello ha contribuido a ahondar la falta de legitimidad del sistema político.
Por otra parte, la delincuencia y la inseguridad no llegan a ser aprovechados como un contexto favorable a la concentración de poder. Es así, al menos, por dos razones. La primera es el descrédito de las fuerzas policiales. En los sectores más afectados por la criminalidad es común la percepción de que la policía se encuentra corrompida y que, si no forma parte ya de las organizaciones criminales, al menos sí se subordina a ellas. A esto se suma la difusión de múltiples videos de abusos policiales en redes sociales y el cinismo de la institución ante aquellas evidencias.
La segunda razón es la vinculación entre la inseguridad y los operadores políticos gobernantes. Desde el golpe contra Pedro Castillo se ha observado cómo las fuerzas políticas con mayoría congresal, lideradas por el fujimorismo, han promovido normas que favorecen al crimen organizado y han buscado copar e instrumentalizar instituciones como la Junta Nacional de Justicia, el Ministerio Público y el Tribunal Constitucional, con la finalidad de lograr ser blindados ante cualquier posibilidad de enjuiciamiento.
La crisis sigue su curso
Aunque la incertidumbre, el temor y la inestabilidad pueden alimentar en las clases dominantes, en un sector de las capas medias y en los sectores populares una apuesta por salidas autoritarias, las fuerzas de restauración, que gobiernan de facto desde diciembre de 2022, no han logrado posicionar un relato creíble que atribuya las culpas a otros y que les permita presentarse como la encarnación de la regeneración moral. No cuentan, tampoco, con un proyecto político original y parecen haber perdido una parte de su base social conformada por medianos empresarios y autoempleados, hoy víctimas de la extorsión.
De ahí que, aunque las fuerzas de transformación no llegan a agruparse todavía en un proyecto capaz de disputar la dirección del país y la economía, que se encuentra en un contexto favorable (los precios del cobre y del oro están en picos históricos), la fase restauradora de la crisis no está todavía resuelta. Todo ello nos lleva a anticipar que se mantendrá el recurso a la violencia y que las elecciones de 2026 -de llegar a darse- tendrán espacios muy reducidos para la competencia y aportarán muy poco en la legitimación del régimen.
Como se puede apreciar, la crisis sigue su curso y la forma en que se resuelva marcará el devenir del país en las próximas décadas. El Perú se encuentra en un punto de inflexión en su trayectoria histórica.
