Pensamiento Crítico

Pensar lo impensado: notas sobre la batalla cultural

Por Delfina Gilli (@/delfigilli)

Desde hace algunos años, y con más fuerza aún desde que Javier Milei se volvió figura central del escenario político, el término “batalla cultural” reapareció con una intensidad tan rotunda como ambigua. Algunos lo celebran, otros lo desprecian, muchos lo repiten. Tanto la derecha libertaria, que lo convirtió en bandera denunciando la supuesta hegemonía de una “cultura progre”, como el progresismo, las izquierdas y el campo nacional-popular, lo invocan. Sin embargo, en general, pocos parecen detenerse realmente a pensar qué están nombrando. ¿Qué significa hoy esa expresión? ¿Estamos dando una batalla o simplemente reproduciendo un término cargado de sentidos ya disputados?

En La cultura en las crisis latinoamericanas (2024), Alejandro Grimson y otros autores advierten que en tiempos de colapso social, las crisis no son sólo económicas ni políticas: también lo son en el terreno de los sentidos. Las palabras se vacían, se resignifican o se rearman como trincheras. Y ahí es donde la cultura se constituye como un ámbito fundamental de conflicto, donde se confrontan sentidos y significados. Grimson propone pensar cómo las crisis deshacen los marcos de interpretación social, y cómo, en ese desarme, la cultura actúa como trastienda y como campo visible del conflicto. Las formas de nombrar, los imaginarios nacionales, los relatos sobre el nosotros, sobre el futuro, sobre la nación, se ponen en juego. Eso, y no sólo una pulseada tuitera, es lo que está en disputa.

Hoy, cuando grupos reaccionarios se apropian de palabras como libertad, casta, sentido común, adoctrinamiento o progreso, lo que realmente está en juego es una pelea por el significado mismo de esas ideas. El discurso oficial, paradójicamente, se posiciona como víctima de una hegemonía cultural que supuestamente lo excluye. El actual presidente de nuestro país habla de “liberar a los jóvenes del marxismo cultural” mientras se fotografía con influencers, destruye políticas culturales, desfinancia universidades y llama “basura” a buena parte de la producción artística nacional. Pero no se trata de un mero desliz ideológico: es parte de una estrategia más profunda, orientada a deslegitimar las formas institucionales y simbólicas que constituyeron los consensos democráticos de las últimas décadas. En ese sentido, la batalla cultural no es una consigna suelta. Es una operación concreta: reconstruir sentido común en clave reaccionaria, mediante la circulación de afectos como el odio, la burla, el desprecio y la indignación moralizada.

La noción de “batalla cultural” no puede abordarse sin revisar el concepto de hegemonía tal como lo trabajó Antonio Gramsci. No se trata sólo de quién tiene el poder formal, sino de quién logra instalar una visión del mundo que parezca natural, inevitable, de sentido común. Ese proceso no sólo ocurre en el Congreso: se juega en los medios, en la escuela, en los consumos culturales, en el humor, en el lenguaje cotidiano. La cultura, en ese sentido, no es un adorno del poder ni su simple reflejo: es uno de los lugares donde ese poder se produce, se reproduce y también se puede resistir.

En el contexto actual, lo que está en disputa no es sólo la legitimidad de ciertas políticas culturales, sino la legitimidad misma de la cultura como herramienta de construcción colectiva. Hoy, cuando vemos influencers convertidos en legisladores, panelistas haciendo pedagogía reaccionaria, ministerios cerrados y bibliotecas públicas desprestigiadas, lo que se juega no es únicamente el financiamiento o el acceso a ciertos bienes simbólicos, sino también la posibilidad de imaginar otros futuros, otras formas de lo común. El vaciamiento de las instituciones culturales no es sólo una cuestión presupuestaria: es una decisión política que busca desarmar los espacios donde se producen sentidos alternativos a la lógica del mercado.

Frente a eso, reivindicar la cultura, hablar de derechos o de soberanía simbólica no alcanza si no se logra interpelar emocional y narrativamente a una sociedad que se siente golpeada, desencantada, sola. La crisis de los discursos populares no es solamente una cuestión de contenidos: es también una crisis de formas, de afectos, de modos de llegar. En ese plano, la batalla cultural exige otra disposición: no sólo enunciados correctos, sino prácticas vivas, relatos porosos, preguntas abiertas. Hacer política en el campo cultural no es sólo ofrecer respuestas: es construir sensibilidad, generar identificación, alojar contradicciones.

Por eso no alcanza con declarar que “también nosotros damos la batalla cultural”. Hay que preguntarse desde dónde, para quién, con qué lenguajes, y con qué estrategias. ¿Qué cuerpos, qué voces, qué memorias estamos poniendo en escena? ¿Qué ideas de país? ¿Qué modos de vivir en común? El riesgo de usar el mismo término sin problematizarlo es ceder el terreno simbólico antes de dar la disputa. Porque no toda apropiación es empoderamiento, y no toda repetición es posicionamiento.

La batalla cultural no se gana en los discursos. Se disputa en las aulas donde se enseña a pensar, en los centros culturales de los barrios, en los talleres de arte, en los clubes, en los libros que circulan, en las películas que se filman, en las canciones que se comparten. Se juega también en la calle, cuando marchamos, cuando abrazamos, cuando decimos basta y cuando inventamos otras formas de estar juntos. Lo que está en juego no es sólo qué decimos, sino cómo nos vinculamos con la palabra, con la memoria, con el tiempo. No con solemnidad, pero sí con claridad. No desde el dogma, pero sí desde una posición. Porque si todo es sarcasmo y memes, si todo se reduce a una performance de cinismo, ganan ellos.

Volver a pensar la cultura como terreno estratégico implica también recuperar el valor de lo sensible, de lo colectivo, de lo que no puede medirse en likes ni en dólares. Implica cuidar el lenguaje, las prácticas, las preguntas. Hacerlo requiere decisión política, pero también creatividad, escucha, conexión con los territorios y con los modos en que la vida se hace palabra, imagen, gesto, historia. 

Sin embargo, para ir más allá de lo inmediato, es necesario superar los dualismos que hoy limitan nuestra capacidad de imaginar un proyecto de sociedad donde la cultura sea campo central de disputa política. Esa superación exige que la política recupere su dimensión simbólica: la capacidad de representar vínculos entre ciudadanos y el sentimiento de pertenencia a una comunidad, frente a la erosión del orden colectivo.

Por eso, si hay una batalla cultural, que nos encuentre no sólo defendiendo ideas, sino abriendo espacios para repensar, resistir y construir otra forma de vida común. Una batalla que no renuncie a la complejidad ni a la esperanza.

***

Gramsci, Antonio (1971). Selections from the Prison Notebooks. Edición y traducción por Quentin Hoare y Geoffrey Nowell Smith. Nueva York: International Publishers.

Grimson, A. (Coord.). (2004). La cultura en las crisis latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.

Resumen: La “batalla cultural” no es sólo un término de moda ni una disputa de ideas aisladas, sino una confrontación profunda por el sentido común y la legitimidad simbólica en tiempos de crisis sociales y políticas. No se trata sólo de discursos vacíos, sino de una lucha profunda por el control de los significados que configuran nuestra realidad social y política. Sectores conservadores buscan erosionar las instituciones y resignificar la cultura desde una perspectiva excluyente, mientras las fuerzas populares enfrentan el desafío de trascender la crítica para generar prácticas culturales que conecten con la experiencia, la memoria y la construcción colectiva. La cultura no es un simple reflejo del poder, sino un campo estratégico donde se juegan proyectos de sociedad, memorias, identidades y futuros posibles. Repensar la cultura implica cuestionar viejos dualismos que limitan nuestra capacidad de imaginar otro orden social y político, recuperando la dimensión simbólica de la política para resistir la mercantilización y exclusión. En esta batalla, la creatividad, la escucha y la conexión con los territorios son indispensables para transformar el sentido común y no ceder el terreno cultural.