Movimientos sociales y gobiernos populares en América Latina: tensiones y nuevas posibilidades
Desde Colombia, el cumpa Pablo Solana nos relata las particularidades del proceso político, encabezado por los movimientos sociales, que hoy se vive en ese país, dentro del contexto de los ciclos progresistas y sus tensiones con estos mismos movimientos.
Por Pablo Solana (editor en La Fogata Editorial y Revista Lanzas y Letras de Colombia)
2022 viene movido para la Patria Grande: a los triunfos de Gabriel Boric en Chile y Xiomara Castro en Honduras pueden sumarse las victorias de la fórmula Petro-Márquez en Colombia y de Lula en Brasil. La relación de estos gobiernos progresistas y los movimientos populares está lejos de ser armónica. El 29 de mayo será el turno del pueblo colombiano.
Posibilidades de avance y “tensiones creativas”
La relación entre organizaciones populares y gobiernos alternativos (que expresan algún grado de autonomía o confrontación con las clases dominantes) es tema de análisis en Nuestra América hace por lo menos dos décadas, a raíz de las posibilidades abiertas en distintos países de la región.
Esos gobiernos, llamados “progresistas” (el kirchnerismo en Argentina, más recientemente López Obrador en México), en otros casos “nacionalistas” (Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia) o, sin mucho rigor, “de izquierda” (el PT en Brasil, ahora Boric en Chile) tuvieron y tienen una relación compleja con las organizaciones populares y los movimientos sociales de sus países. Por lo general deben convivir con demandas populares a las que, en muchos casos, no aciertan a dar respuestas. Durante el “ciclo progresista” que se inició a principios de este siglo, algunos de esos gobiernos desatendieron la agenda popular que enarbolaron en sus inicios para alinearse con los sectores del poder a los que, se suponía, venían a enfrentar. Algunas veces, incluso, apelaron a la represión ante la protesta social. En otros casos, por el contrario, avanzaron en conquistas y derechos que les ratificaron la adhesión de las mayorías, y de la mano de esos avances creció y se fortaleció la organización popular. Las experiencias fueron desiguales, según el país y el momento.
Por su parte, las organizaciones populares fueron aprendiendo a calibrar sus expectativas. En trazos generales, el objetivo ante estos gobiernos pasa por acumular fuerzas y lograr conquistas aprovechando el viento a favor, sin confundir esas posibilidades del corto plazo con los anhelos estratégicos, que siguen (o sería bueno que sigan) en pie: lograr, en algún futuro que no son estos presentes, un verdadero cambio radical del sistema capitalista y avanzar hacia formas de socialismo e igualdad.
El ex–vicepresidente boliviano Álvaro García Linera caracterizó esos conflictos como “propios de todo proceso de cambio” y los definió como “tensiones creativas al interior del bloque popular”. Enumeró al menos tres ejes de conflicto: la relación entre el Estado y los movimientos sociales; la disyuntiva entre la “flexibilidad hegemónica” que deben tener esos gobiernos y la firmeza que caracteriza las demandas del movimiento social; y la tensión entre los intereses generales (por los que debería velar el Estado) y los intereses corporativos que defienden las organizaciones sectoriales. En el momento de mayor fortaleza del gobierno de Evo en Bolivia, Linera naturalizó estas tensiones –las subestimó–, porque, decía, “así son las verdaderas revoluciones”. El devenir posterior de los gobiernos progresistas no se condice con esa ilusión revolucionaria; sin embargo, los puntos de tensión analizados siguen teniendo vigencia para entender las experiencias que aún se abren camino en la coyuntura actual. En todo caso, si en aquel momento esas tensiones fueron subestimadas, ahora habrá que prestarles más atención.
La particularidad colombiana (I)
Colombia, que se juega este 29 de mayo una elección histórica, tiene la posibilidad de empalmar con un puñado de experiencias regionales que le pueden resultar útiles en términos de aprendizaje y, tal vez, de contexto favorable. En su historia contemporánea el país rara vez estuvo en sintonía con los ciclos políticos latinoamericanos. Durante la segunda mitad del siglo XX no hubo en Colombia populismos al estilo del cardenismo en México, los procesos nacionalistas en Perú o Bolivia, o el peronismo en Argentina; Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal que podría haber encarnado esa posibilidad, fue asesinado para abortar cualquier ilusión de cambio. Después, las formas dictatoriales no requirieron en Colombia de estridentes golpes de Estado militares como en el resto del continente entre los años 70 y 80; la represión, siendo igual o más criminal que en otros países, mantuvo la formalidad institucional: la famosa “democracia” más “sólida” del continente. Que el país haya estado inmerso en un conflicto armado interno de 70 años, donde guerrillas de izquierda disputaron poder no solo con el Estado sino también con grupos narcos y paramilitares, es parte de la misma particularidad. Iniciado el siglo XXI, el país estuvo en las antípodas del “ciclo progresista” que caracterizó a las experiencias más dinámicas de la región: mientras Chávez y los demás arriesgaban cambios de rumbo a favor de los pueblos, en Colombia gobernaba Uribe, a fuerza de masacres contra las comunidades.
Sin embargo, ahora, si gana la fórmula Petro–Márquez, Colombia tendrá la posibilidad de compartir la senda de otros pueblos hermanos.
Veamos algunos apuntes sobre esas experiencias que, aún con balances abiertos, pueden iluminar los tiempos que siguen no solo para Colombia, sino para toda la región.
Brevísima historización contemporánea
En los años 90, en América Latina se consolidó una ofensiva neoliberal que aprovechó la crisis en que entraron las izquierdas tras la derrota de la revolución sandinista en Nicaragua, el fracaso de los intentos insurgentes en Centroamérica y la profundización de la crisis en Cuba tras la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética. Esos reveses políticos fueron acompañados por un desconcierto ideológico. Los paradigmas que guiaron los intentos de revolución socialista durante el siglo XX fueron puestos en cuestión. A raíz de esas crisis algunas izquierdas replegaron al posibilismo y la integración al sistema. En otros casos, el repliegue fue hacia otras búsquedas genuinas de intervención política manteniendo el horizonte del cambio social en un sentido anticapitalista. Desde fines de los años 80 y durante los 90, las rebeliones e insurgencias que se gestaron como respuesta a esa ofensiva neoliberal adoptaron distintas formas, pero en general coincidieron en algo sustancial: el protagonismo del pueblo en las calles, sin el peso de las vanguardias al estilo de las del siglo pasado. En los mejores casos, esa carencia fue reemplazada por protagonismos políticos de nuevo tipo y la emergencia de los “nuevos movimientos sociales”. El repliegue tras la crisis ideológica de los 90 fue hacia formas menos estridentes de entender la revolución posible, pero también hacia las bases. El zapatismo en México, los Sin Tierra en Brasil, los piqueteros en Argentina, los movimientos indígenas revitalizados en Bolivia, Ecuador o Colombia, fueron parte de esos emergentes organizados desde abajo.
Los partidos y las organizaciones tradicionales, aún las de izquierda, perdieron peso en favor de las nuevas formas de organización social. De ese modo los pueblos ganaron dinámicas de lucha más audaces. Algunas izquierdas hicieron el esfuerzo teórico y práctico de replantearse sus estrategias y tácticas, logrando así, en algunos casos, reempalmar de buen modo con la dinámica de las masas hastiadas de los ajustes neoliberales. Ese aspecto positivo fue acompañado por otro, contraproducente: la crisis de representatividad y el acierto del repliegue a las bases en los nuevos movimientos sociales, distanció a estas experiencias de las disputas específicamente políticas. Las nuevas luchas sociales no incluyeron en su agenda las recetas clásicas de toma del poder, pero tampoco alguna otra estrategia de disputa del Estado: primó la resistencia defensiva. En el mejor de los casos, la potencia destituyente de las revueltas puso en jaque a los regímenes antipopulares, pero no hubo claridad o capacidad para ofrecer alternativas políticas que surgieran del movimiento social en lucha. Esa vacancia explica que los emergentes políticos alternativos tras estallidos y rebeliones surgieron, en muchos casos, de liderazgos caudillistas o de exponentes de la política que optaban por correrse de las estructuras partidarias tradicionales.
El “ciclo progresista”
Esa distancia de origen entre las rebeliones populares que pusieron contra las cuerdas a gobiernos antipopulares y, en muchos casos, los políticos que lograron acceder a la presidencia para protagonizar los intentos de cambios de rumbo tras la debacle neoliberal, no impidió que se diera un ciclo regional favorable los pueblos de Nuestra América. En el libro América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista (2017), describíamos: “El denominado ciclo progresista definió un momento inédito de logros y oportunidades (…) A mediados de 2009, en su momento de mayor despliegue, diversas propuestas políticas con arraigo popular gobernaban en siete de los doce países de América del Sur (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela) y en tres de los siete centroamericanos (El Salvador, Honduras y Nicaragua). Sumando a Cuba, esos gobiernos abarcaban más de 300 millones de personas.
Sin embargo, las virtudes de ese ciclo convivieron con fuertes limitaciones y condicionamientos. Hubo variadas protestas sociales ante injusticias y desigualdades que, más allá de los discursos, los gobiernos alternativos no se decidían a revertir. La legitimidad incuestionable de las luchas debió entrar en juego, sin embargo, con las condiciones macropolíticas que alertaban sobre el crecimiento de los sectores reaccionarios. Estos se montaban sobre el desgaste de las gestiones progresistas, desgaste al que las protestas sociales contribuían.
Hubo sectores del movimiento popular que optaron por mantenerse alejados de estos gobiernos. La deriva de quienes priorizaron la confrontación es variada, pero un hecho es incontrastable: la derecha sacó provecho de esa contradicción entre las organizaciones populares y los gobiernos progresistas. Movimientos sociales y gobiernos, a sus modos y con diferencias, coincidían en enfrentar las derechas y disputarles poder, pero enfrentados entre sí se debilitaron mutuamente y facilitaron la restauración conservadora.
Como parte de los intentos de ampliar su base política, los gobiernos progresistas convocaron a organizaciones o dirigentes populares que les apoyaban a ocupar cargos en el Estado. Eso constituyó una novedad y un desafío. Se dieron situaciones diversas: desde claros ejemplos de cooptación de cuadros del movimiento social que abandonaron la lucha, hasta virtuosas experiencias de acumulación popular desde las posibilidades que brinda la gestión. En otros casos, algunas organizaciones exploraron intentos de participación electoral independiente. De ese modo se lograron concejalías o bancas parlamentarias manteniendo en alto las banderas de lucha.
Además de las dificultades mencionadas, durante ese ciclo hubo conquistas que constituyeron avances para los intereses de los pueblos. Estos gobiernos supieron aprovechar el auge de los precios internacionales de las materias primas para fortalecer las arcas del Estado, disminuir la pobreza (entre 2001 y 2011) y ampliar de derechos. También se promovieron leyes de regulación de los medios de comunicación con el objetivo de neutralizar el terrorismo mediático de las grandes corporaciones que atentan y atentarán contra todo proceso de cambio. Los resultados fueron desiguales, a la larga poco eficaces, pero esas batallas merecen la atención de todo proyecto alternativo, porque el problema de la hegemonía reaccionaria de los grandes medios y su capacidad de daño siguen intactas.
Algunas izquierdas latinoamericanas parecieron encontrar, en el marco de aquel ciclo progresista, un paradigma de acumulación de fuerzas y ejercicio del control del Estado, situación que no se daba desde los fracasos de los intentos revolucionarios de los años 70 y 80. Hubo un desafío a la hegemonía norteamericana que tuvo momentos álgidos como el rechazo al ALCA en 2005. Todo el período constituyó una alteración del tablero geopolítico regional a favor de una integración real, como se propuso el proyecto del ALBA gestado por Chávez y Fidel.
Hacia 2015, de la mano del agotamiento del ciclo económico mundial favorable (pero no solo por eso, también por los errores propios) ese ciclo virtuoso comenzó a declinar.
Contraofensiva reaccionaria de corto alcance
La reacción del poder económico y las derechas resultó desproporcionada, revanchista (aunque, en rigor, no habían padecido mayores ofensas). Las políticas redistributivas que implementaron los gobiernos progresistas se habían adoptado sobre el crecimiento, sin afectar la acumulación del gran capital, que también siguió incrementándose durante los gobiernos de Lula, Kirchner o Correa. Sin embargo, más por reacción ideológica que por afectación material sobre sus intereses, las ofensivas sobre estos gobiernos no escatimaron campañas sucias e incluso violencia explícita. Padecieron golpes de Estado o maniobras ilegales destituyentes Lugo en Paraguay (2012), Zelaya en Honduras (2009), Dilma Rousseff en Brasil (2015) y, aunque no resultaron, también hubo intentos de golpe contra Chávez en Venezuela (2002) y Correa en Ecuador (2010).
La persecución judicial complementó esa ofensiva, llevando a la cárcel a Lula, hostigando a Cristina Kirchner y proscribiendo a Correa. Ese proceso, conocido como “lawfare”, fue más efectivo donde mayor debilidad hubo por parte del movimiento popular. Su señalamiento no debería escindirse del escenario de persecución y encarcelamientos que padecieron centenares de dirigentes de base y militantes populares, por parte de los gobiernos de derecha, pero también por parte de algunos gobiernos progresistas. El de Correa en Ecuador seguramente sea el caso récord de criminalización sobre el movimiento indígena desde un gobierno que enarboló banderas de cambio a favor del pueblo. Para los escenarios que vienen, las nuevas gestiones progresistas no deberían tolerar la criminalización del movimiento social. La utilización del aparato judicial (generalmente en manos de sectores reaccionarios) para la persecución política legitima usos que, con el tiempo, a cualquier gobernante que intente tomar medidas que afecte al poder económico se le puede volver en contra.
Los nuevos gobiernos de derecha surgidos en el último quinquenio se asociaron a gobiernos que ya venían en esa tónica, como los de Perú, Colombia y Chile. Esa entente se expresó regionalmente en la conformación del Grupo de Lima (2017). Desde allí se forjó un polo internacional de confrontación y sabotaje a cualquier intento antineoliberal: se combatió al gobierno bolivariano de Venezuela, se avaló el golpe de Estado contra Evo en Bolivia, y se celebraron las victorias de Macri y Bolsonaro en Argentina y Brasil. El principal objetivo fue devolverle a la región el alineamiento irrestricto con las políticas de los Estados Unidos. Sin embargo, ese contraataque neoliberal no logró consolidarse: la rebelión de los pueblos volvió a sacudir el tablero regional.
Contexto actual: ¿segundo “ciclo progresista”?
En el último tiempo, algunos cambios de gobiernos hicieron pensar en la posibilidad de un “segundo ciclo progresista”. Son los casos de López Obrador en México (2018), Alberto Fernández en Argentina (2019), Luis Arce en Bolivia (2020), Pedro Castillo en Perú (2021), Xiomara Castro en Honduras (2022) y Gabriel Boric en Chile (2022), a lo que se podría sumar un eventual triunfo de la fórmula Petro-Márquez en Colombia (el 29 de mayo próximo) y Lula en Brasil (primera vuelta en octubre de este año).
Es difícil extraer conclusiones comunes de este conjunto de intentos de gobiernos alternativos. Sin embargo, más allá de voluntarismos interpretativos, hay motivos para relativizar la idea de que se trate de un nuevo ciclo que pudiera tener características similares a las que describimos más arriba.
Por un lado, hay un factor económico y geopolítico determinante que diferencia el contexto de la primera década de este siglo, donde se dio el ciclo progresista que mencionamos anteriormente, respecto al contexto actual. Aquel incremento exponencial de los precios de las commodities en beneficio de América Latina está lejos de volver a repetirse. En la actualidad, a la recesión de la segunda década de este siglo se le sumó la pandemia primero y las secuelas inflacionarias de la guerra ahora. Aun cuando algunos indicadores actuales permitan hablar de recuperación económica, el panorama configura un escenario de profundización de la desigualdad global y de mayores penurias para el continente, sea cual fuere el signo o las intenciones de los gobiernos en cada país.
A ese contexto económico desfavorable se suma que los gobiernos pretendidamente alternativos ya en ejercicio no están desarrollando agendas regionales comunes. El tibio intento de conformar el Grupo de Puebla cuando asumió Fernández en Argentina y se reunió en México con López Obrador (2019), no pasó de unas primeras declaraciones de intención a las que no se le dio continuidad. De hecho, mientras México se abstuvo de condenar a Rusia en la ONU días atrás (abril 2022), los gobiernos de Argentina, Perú, Chile y Honduras votaron en sintonía con la presión que EE.UU. impuso a todos los países de la región. Por su parte Bolivia y Cuba fueron los dos únicos países que rechazaron esa condena. Peor aún se muestra el desaguisado si se tocan temas sensibles como la situación en Nicaragua o Venezuela. No hay atisbos de criterios comunes ni estrategias colectivas a nivel regional.
Otro aspecto complejo es la estabilidad de estos gobiernos, su durabilidad. Sin sostenimiento en el tiempo, no hay “ciclo” posible. El gobierno de Castillo en Perú atraviesa una crisis terminal, empujado en parte por sectores sociales desilusionados. Alberto Fernández en Argentina desaprovechó su primer momento de popularidad; tras una gestión timorata y claudicante ante los poderes económicos, el frente político que lo llevó a la presidencia está roto y la derecha vuelve al acecho. Mientras Xiomara Castro esquiva las primeras zancadillas destituyentes a poco de asumir y López Obrador lleva adelante ya tres años de gobierno gris, el caso de Arce en Bolivia se muestra como el más estable. Boric en Chile aún es una incógnita: para ganar en segunda vuelta pactó con la Concertación y sectores de la política tradicional; habrá que ver cómo reaccionará el movimiento popular que viene de protagonizar una rebelión histórica cuya potencia aún se mantiene latente. La candidatura de Lula en Brasil puntea en las encuestas, aunque, por estos días, la designación para su fórmula vicepresidencial de un empresario conservador es una señal que puede leerse como eco de las claudicaciones de los gobiernos anteriores del PT respecto al poder económico de ese país.
Aún con estas debilidades, suele decirse que es mejor para las organizaciones populares que existan este tipo de gobiernos antes que los de derecha, que atacan sin miramientos cualquier interés popular. Pero la sentencia se vuelve menos contundente si se la mide en el mediano y largo plazo: esas derechas vuelven, inexorablemente, montadas en el fracaso y la ineficacia de los gobiernos progresistas para sostener el apoyo popular. La moderación que lleva a pactar con el poder económico y relegar los cambios prometidos no garantiza estabilidad, sino que cimienta el camino para el retorno al gobierno de las fuerzas reaccionarias.
La particularidad colombiana (II)
Este contexto continental que rodea a las próximas elecciones en Colombia no se muestra demasiado alentador. Pero lo que en otros países puede entenderse como vaivenes de ánimo-desánimo de las masas ante los intentos progresistas y sus claudicaciones, en Colombia, en cambio, toma otro peso. La disyuntiva entre el posible triunfo de la fórmula Petro-Márquez, o su derrota, cobra la seriedad de una posibilidad histórica que compromete al movimiento popular.
Gustavo Petro es un experimentado político que tuvo su paso por la guerrilla del M-19 en su juventud. Desde entonces y tras la desmovilización de esa fuerza en 1990, fue congresista, alcalde de Bogotá y candidato presidencial. Su formación de izquierda se trasluce en el enfrentamiento coherente que ha sostenido con las fuerzas políticas de la derecha y en ejes programáticos claves, como la crítica al extractivismo, cuestión esquiva para los demás progresismos de la región. Lo acompaña en la fórmula presidencial Francia Márquez, una lideresa social afrodescendiente de 40 años que construyó su figura a partir de la férrea defensa del territorio y el medioambiente, y supo marcar agenda a favor de los derechos de las mujeres de origen popular, como es su caso. Es la candidata de los movimientos sociales. En las elecciones consultivas de marzo pasado, su precandidatura como parte del Pacto Histórico (el frente electoral que comparte con Petro) recibió una avalancha de votos que la convirtió en la tercera figura más votada del país.
El movimiento social y político de izquierda en Colombia está tan fragmentado como cualquier otro, pero la singularidad esta vez es el apoyo unánime a la campaña del Pacto Histórico. Al momento de elegir a su vice, Petro respondió positivamente a las expectativas de la militancia: se especulaba con que podría elegir a alguien del partido Liberal en nombre de la amplitud de alianzas, pero optó por reforzar su vínculo con el movimiento popular organizado al reconocer la figura de Francia. La campaña electoral se viene realizando con un protagonismo notorio de la candidata del movimiento social. Un buen augurio para lo que se viene. Aunque, claro, primero deberán ganar. De no lograrlo el 29 de mayo (necesitan más del 50% de los votos), la segunda vuelta será el 19 de junio. Para esa instancia, la violencia política, carta que siempre tienen bajo la manga los defensores del poder económico, se puede incrementar, y nadie arriesga un resultado en un contexto enrarecido.
Pero el pueblo colombiano viene tan golpeado por 70 años ininterrumpidos de conflicto interno y criminalidad estatal que ya no quiere darse el lujo de la apatía. Ante la posibilidad cierta de cambio, la mayoría del pueblo está dispuesta a dejar el pesimismo para tiempos mejores y apostar fuerte a la victoria.
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