Los márgenes, a los márgenes
El sueño es el único derecho que no se puede prohibir.
Glauber Rocha, Eztetyka del sueño.
Por María Lucía Macari
Brasil, el año es 2019. Encendemos la televisión y escuchamos la siguiente frase: “la ideología se acabó”. Esta afirmación no es ninguna novedad. Esta frase ya fue enunciada en diversos tiempos y contextos históricos distintos. El fin de la ideología se ha proclamado tantas veces que llega a convencer a nuestros oídos desprevenidos. Estas manifestaciones se basan en la idea de que existiría una “falsa conciencia ideológica” que engañaría al otro (alienado) –el “sujeto ideológico”–, reivindicando para sí una suerte de inmunidad respecto de las obscenidades del mundo. Si los alienados son los otros –ellos, los sujetos ideológicos– es porque hemos trascendido ese lugar obsceno y hemos arribado a una totalidad exenta de las artimañas sociales. Castos por naturaleza, o porque ya hemos probado la obscenidad y nos hemos librado de ella. El conflicto y las complejidades del mundo se niegan en fórmulas simples que resuelven las quimeras de la existencia. Como si la realidad no estuviera compuesta por una sucesión de colisiones, inclemencias y complejidades que se despliegan en verbos y laberintos antagónicos.
Dada la permanencia de la palabra ideología en las innumerables pantallas que nos rodean, en las portadas de los diarios y, sobre todo, en las puntas de las lenguas que enuncian estas letras que golpean nuestros oídos, la rescatamos en su errancia. Precisamente por ser una designación que siempre cae en una suerte de sentido común, es que nos interesa. La ideología suele enunciarse en un doble sentido: como un significante que puede manifestar innumerables significados en los pliegues de sus usos cotidianos; y como una fuerza material que construye y destruye el mundo de las cosas. En este sentido, la ideología está en los ecos que aportan significados múltiples y también en los muros, en las ciudades, en las banderas, en los productos que compramos en el mercado, en los cuerpos que se enuncian, y así sucesivamente. Reconocer su permanencia en un mundo que, de tanto en tanto, reafirma su ausencia, es dirigir una mirada a la opacidad del inconsciente, es decir, a los procesos de alienación que nos constituyen como sujetos. En otras palabras, es reconocer lo ineludible de nuestra propia condición que, paradójicamente, posibilita el devenir.
En un mundo donde las desigualdades sociales adquieren un estatus de naturalización perpetuándose de manera cada vez más abrupta, no nos queda otra salida más que navegar por los mares de nuestra propia alienación. Esto implica reconocer nuestros lugares en esas tramas, así como afrontar el tambalear de las aguas que nos mecen como consecuencia, también, de nuestros propios movimientos. Pensar en procesos de emancipación únicamente por las vías de la conciencia y la razón es caer en la vieja trampa idealista que desestima toda la estructura social en su dialéctica e inconsistencia.
Cabe recordar: la ideología no terminó con la familia. Tampoco acabó con “la moral y las buenas costumbres”. Pasaron los años sesenta, setenta, ochenta. Cayó el telón de acero. El capitalismo entró en metástasis. Vimos los años noventa, dos mil. Atravesamos una pandemia mundial que diezmó parte de la población y de nuestras vidas. Nosotros, quienes sobrevivimos al virus, al capitalismo y al fascismo, seguimos intentando elaborar las innumerables pérdidas de ese período. El tiempo nunca volverá a ser el mismo. Llegamos a 2025. ¿Qué haremos ahora? Hoy, más que nunca, la ideología cobra fuerza como un elemento de difícil aprehensión de nuestra insólita realidad. Porque, al igual que el inconsciente, la ideología no es una abstracción metafísica idealista, es una fuerza material. Construye y destruye el mundo de las cosas. Más allá de su nombre que resuena en los vientos y produce efectos de sentido, marca presencia a través de la ilusión de su ausencia. Por su condición espectral, nos acecha cuando se convierte en algo supuestamente externo a nosotros: el fantasma del comunismo, la ideología de género, LGBTQIA+, el bolchevismo y el marxismo cultural, etc.
En la ansiedad de crear un territorio sólido e inquebrantable, en tiempos donde el propio sistema (sobre)vive de crisis y titubeos cíclicos, la suposición de una exterioridad ideológica abarca la tendencia de nuestra época: los alienados son los otros. No por azar, esa palabra resuena en los meandros del mundo: todo es ideología (menos nosotros mismos, que tenemos el control absoluto sobre nuestras vidas, claro). En esta vertiente se dibuja un mundo libre de paradojas, donde entra en juego una realidad total que, en su aspiración a una neutralidad, resuelve todos los antagonismos sociales con fórmulas simples y certeras.
El idealismo de los jóvenes hegelianos no llegó a su fin tras las críticas marxistas del siglo XIX. Muy por el contrario, el hegelianismo que aspira a una evolución de la sociedad a partir de una trascendencia metafísica se reinventó en las fisuras del tiempo. El capitalismo-colonial consiguió, de manera sutil, colonizar incluso las aspiraciones emancipatorias más subversivas. Es como si, en las brumas del desierto de la ideología, la realidad fuera adquiriendo nuevas articulaciones a partir de lo que pulsa en los cuerpos sociales. En otras palabras, como si las pequeñas variaciones en el escenario que se dibuja en esas arenas apenas reforzaran los paisajes ya consagrados. No hace falta realizar una extensa investigación para constatarlo: vivimos para trabajar y consumir. En este caso, consumimos y somos consumidos por el capital. Y así, difícilmente logramos vislumbrar otros horizontes que no sean el consumo de algo: objetos, personas, sensaciones, identidades, cosas, ilusiones, cuerpos, ideas, sentidos, contenidos, etc.
¿A dónde quiero llegar con esto? A que la ideología está por todas partes. No hemos llegado al fin de la ideología, ni cerca. Y, con certeza, nunca llegaremos. Además, en caso de que fuera posible arribar a tal fin algún día, posiblemente sería una experiencia cercana a lo que imaginamos que es la muerte en su totalidad inmóvil. Así, no llegamos, no llegaremos y ni siquiera deberíamos anhelar arribar a tal desencanto absoluto de todo. Dicho esto, no somos “menos ideológicos” por consumir “con conciencia” o por separar la basura. Reconocer esa presencia de la ideología en la afirmación de su ausencia es tomar en cuenta esa fuerza material que nos mece, incluso cuando creemos estar libres de ella. En última instancia, es actuar en consecuencia política.
Si creemos que otro mundo es posible, no podemos simplemente colocarnos en un lugar idealista externo a la ideología, como si lleváramos una verdad pura y casta que liberará a los otros de los yugos de la opresión y de la obscenidad. Esa aspiración, en el fondo, encierra algo de cinismo. Mirar la ideología es reconocer que pertenecemos a un lugar en el mundo con todas sus contradicciones. Y este, con todos sus atravesamientos precisos y, paradójicamente, momentos intempestivos de acontecimientos disruptivos, marca nuestra condición de alienación. Nosotros, los alienados: castos-obscenos de la ideología. Ahora sabemos que no somos les dueños de nuestra propia casa.
Y así llegamos a un desafío caluroso: ¿cómo sostener el soñar que se sabe realidad soñada? ¿Cómo asumir las luchas en su fragilidad sin caer en la trampa de sus negaciones? Las utopías señalan algunas direcciones: encontrando precisamente en ese soñar frágil el trabajo ineludible de seguir construyendo quienes podemos ser, de seguir friccionando futuros, incluso en constante extrañamiento con la ideología que llevamos en las entrañas. La ideología como margen que nos aprisiona, pero también como aquello que incita el movimiento que permite atravesar: a los márgenes y más allá.