La política es para los psicóticos
Una crítica a la película con más nominaciones a los Globo de Oro, y posible ganadora de los Oscar: Una batalla tras otra.
Por Lea Ross
En las primeras páginas de El anti-Edipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari advierten el esquizofrénico es un mejor modelo a invocar que el neurótico acostado en un diván: “Cuando decimos que la esquizofrenia es la enfermedad de nuestra época, no queremos decir solamente que la vida moderna nos vuelve locos. No se trata del modo de vida, sino del proceso de producción. (…) De hecho, lo que queremos decir es que el capitalismo, en su proceso de producción, produce una formidable carga esquizofrénica sobre la que hace caer todo el peso de su represión, pero que no cesa de reproducirse como límite del proceso. Pues el capitalismo no cesa de contrariar, de inhibir su tendencia al mismo tiempo que precipita en ella; no cesa de rechazar su límite al mismo tiempo que tiende a él”. Un ejemplo de quien no rechaza ese límite es Netflix, dispuesto a convertirse en un cuestionado emporio en sus intentos por comprar parte de la historia de Hollywood, como es la Warner Brothers.
El cine de los años setenta en Estados Unidos ya había advertido de una suerte de patología instalada en los suburbios del estrujado sueño americano. Se puede mencionar a la Mabel de Gena Rowlands en Una mujer bajo influencia (1974, John Cassavetes) o el Travis Bickle de Robert de Niro en Taxi Driver (1976, Martin Scorsese). Las erráticas conductas de ambos personajes son desorientadoras, pero a la vez complacientes en sus respectivos entornos fotográficos, distintos entre sí, pero que se vuelven fantasmagóricas para la mirada objetiva. ¿Por qué no incluir a Michael Corleone de Al Pacino en la saga de El padrino, donde contrapone la calma serena de su padre Don Vito? Esa calma se arruina ante el dilema de la expansión del capital en negocios moralmente discutidas como las drogas y la prostitución?
Quizás: todo el cine de Paul Thomas Anderson insiste en recordar eso que advirtió la generación de los setenta. O por lo menos, aquellas que propulsa con mayor vehemencia su enfoque histórico: Petróleo sangriento y Una batalla tras otra, ambas producidas por el Warner. Sí, la misma que sería aplastada por la letra N roja.
En Una batalla tras otra, quienes libran esas batallas son los “French 75”, un grupo autodefinido revolucionario, que cometen actos de sabotaje, mediante portación de ametralladoras, revolver y bombas. Proclaman su posicionamiento contra la faceta “imperial” y “fascista” del gobierno de los Estados Unidos. Son una suerte de contestación a la “tibieza” de los Ocupas de Wall Street. Entre sus integrantes está el experto en explosivos Bob Ferguson, encarnado por quien es hoy en día la personificación del delirio estadounidense actual: Leonardo Dicaprio. No por casualidad, es un actor que también se obsesiona por el cambio climático, esa otra prueba de la fase terminal del capitalismo y su respuesta esquizo llamado Donald Trump y su negacionismo ambiental.
La banda, comandada por la lideresa Perfidia (Teyana Taylor), preparan su primer ataque, poniendo en eje el otro gran dilema del desborde global: la inmigración. El asalto comando a un cerco militar, donde mantienen encerrados a latinoamericanos que intentaron cruzar la frontera, es lo que permite la aparición del anti-héroe: el coronel Steven Lockjaw, encarnado por un resurgido Sean Penn que saca lo mejor de su faceta de la villanía, como lo hizo con Jimmy Markum en Río Místico (2003, Clint Eastwood) o nuevamente desde la rancia militar con el sargento Tony Meserve en Corazones de hierro (1989, Bryan de Palma).
He aquí que la aplicación de los dos demonios se sirvió en bandeja de parte de una parte de la crítica anglosajona. En particular, de la atracción sexual del cruel militar racista hacia las mujeres negras. Así lo detalla Amy Argentsinger en The Washington Post: “Anderson da vida a la teoría de la herradura de la política: por supuesto, el derechista más excéntrico (Penn) y la izquierdista más lunática (Taylor) se acuestan. ¿Quién más podría igualar su violenta intensidad?”. Ese comentario cae al barranco, empezando por si los adjetivos están bien ubicados. ¿Un supremacista que se excita por tener una atracción interracial es más una excentricidad que una locura?
Luego está el salto temporal de 16 años, donde se sumarán más personas: el sensei de Benicio del Toro y su discípula Willa (Chase Infiniti), hija de Bob. Todo lo que irá transcurriendo son invocaciones de un presente de la derrota: la pulverización del anhelo revolucionario atrapado en la resignación (Bob fumando porro mientras ve La batalla del Argel por televisión), el brote de una comunidad fascistoide (la secta antijudía y antiracial) y el delirio armamentístico encarnado por el ya mencionado personaje de Penn con su enorme carga líbica. El supremacismo blanco y cristiano es un peligro latente, como el desborde de quienes ejercen la defensa de la Nación. Dentro de ese campo ideológico donde se esparcen los personajes, donde en el ala derecha se concentran quienes ejercen la violencia legítima del Estado, mientras que el resto son quienes se esconden en subsuelos o en cabañas aisladas. ¿Teoría de la herradura?
La violencia política por izquierda, el gran ausente del cine hollywoodense a diferencia del europeo, mantiene una densidad liviana. Sobretodo cuando aparece, casi como obligación, una represión policial en las calles, con los inevitables planos detalles de los escudos y cascos para remarcar la lucha desigual. Caricaturizar a quienes gritan en español “Viva la revolución” con el puño en alto puede ser, contradictoriamente, una caricia, al igual que una carta que le escribe su madre a su hija. El drama familiar no siempre opaca la claridad política.
De hecho, algunas críticas por izquierda a Una batalla tras otra está en su falta de precisión de los tiempos que le ha tocado, ante un presente que lo reclama. Por decirlo de algún modo: le faltó un poco de Spike Lee, como en otra comedia El infiltrado del KKKlan, que concluye con materiales de archivo con un fuerte señalamiento al entorno de Trump. ¿Pero no hay acaso una advertencia en la película sobre cómo se encamina esa obsesión del capital por rechazar sus propios límites, como lo que vemos en las costas marítimas con portaaviones cerca en Venezuela? A veces el arte está más avispado que la política.
La oda a la carnicería bélica, junto con el pacifismo inconducente, dejan un resabio de dudas sobre qué quedó en aquellas proclamas emancipatorias. Una batalla tras otra tampoco lo tiene muy en claro. Quizás por eso opta por conseguir la recuperación familiar, pero sin sacralizar las instituciones. Y también, porque no todas las secuencias están a la altura de otras. No alcanza con el chiste de compartir latas de cerveza mientras el protagonista habla por teléfono para encontrar la olvidada contraseña. Tampoco lo logra el destino final del malvado coronel. Pero si en su conjunto, la película de Anderson reinstala la necesidad de subrayar la percepción como el inicio verdadero de todo proceso cognitivo, en tiempos donde prolifera la posverdad para mantener el iluminismo que nos ofrecen los dogmas.
De ahí la importancia de la tan comentada secuencia de la persecución automovilística, tomada como si fuese un agente externo a toda la película. Lo que se esconde detrás de ese montaje alterno entre tres personajes persiguiéndose entre sí, intercalado con planos subjetivos que contemplan el movimiento ondulatorio de la ruta que recorren, saca a ilustrar no solo un género narrativo, como es el suspenso, sino también nos lleva a la necesidad de ampliar nuestros espacios para comprender (y cambiar) nuestros mundos. Es mirar, observar y aprovechar el ataque. Eso no se logra cuando estamos desbordados de alucinaciones, en tiempos de declive de nuestra propia sanidad o de distracción en múltiples pantallas. Retwittear sin leer y hablar con perros muertos es un mero ejemplo.
Ver esa secuencia implica encontrarse con un cine en pantalla grande, a punto de ser olvidado ante la pequeñez de de los celulares que quiere instalar Netflix. Anderson fue consciente que su película también libra su propia batalla.
