El Feminismo peruano y la reacción conservadora
Esbozo de autocrítica en tiempos de política antiracista popular.
Por Carolina Weill
Indudablemente, el feminismo latinoamericano que había hecho temblar el continente en el año 2015 se ve hoy en una situación difícil: la reacción conservadora que estamos enfrentando diez años después es brutal. Javier Milei, identificando el feminismo, el aborto y la “ideología de género” como el enemigo, es el mejor portavoz de esta tendencia.
En el Perú, bajo el gobierno ilegítimo de Dina Boluarte, la creciente influencia de grupos ultraconservadores en el Congreso ha significado graves retrocesos en los derechos de las mujeres y personas LGBTI+. Varias analistas consideran que este fenómeno responde a la resistencia propia de la sociedad patriarcal ante los avances de la igualdad de derechos y la justicia social.
Es innegable que la violencia reaccionaria siempre ha castigado los avances de las luchas de los grupos minorizados, sean esos lxs obrerxs, las mujeres, los sectores racializados, etc. Es innegable también que la llegada al poder de gobiernos neo-fascistas, como Trump, Bolsonaro o Milei, permiten financiar las redes libertarias, reaccionarias, ultraconservadores y ultra-neoliberales, que son, en definitiva, enemigas de las feministas y de la comunidad LGBTI+. Al parecer, si en Europa la extrema derecha antagoniza con el antiracismo latente y los migrantes árabes y negros, en América Latina, el feminismo y la comunidad LGBTI+ se ha construido como un blanco central de las fuerzas políticas neofascistas.
Sin embargo, este panorama internacional no debe encubrir las lógicas propias de cada país – cuya comprensión nos puede ayudar a entender la situación de retroceso de derechos. El caso peruano puede ser de interés para abordar algunas aristas menos visibles de ese aparente apego a posturas ultra-reaccionarias en cuanto a cuestiones de género.
Feminismo en Perú
En el Perú, el feminismo está mayoritariamente representado por las ONGs feministas de envergadura nacional – sea de estas Flora Tristán, DEMUS o Manuela Ramos. Dentro de estas ONGs, al igual que la enorme mayoría de partidos políticos y organizaciones sociales nacionales, el centralismo limeño es estructurante. En un país muy golpeado por el giro neoliberal de los 90s, asociado a una guerra de contrainsurgencia contra los pueblos andinos y amazónicos, el tejido social ha sido muy dañado: en este contexto, la presencia de las ONGs desde los años 2000, financiadas por la cooperación internacional, ha llegado a hegemonizar los movimientos de derechos humanos, feministas, ecologistas y demás.
La problemática de la oenegeización y del centralismo del feminismo peruano se hizo particularmente clara con la llegada al poder de Pedro Castillo. Elegido en el 2021, Castillo es miembro de las Rondas Campesinas (órgano de justicia comunitaria indígena andina), maestro rural y sindicalista protagónico de la masiva huelga del 2017. Símbolo de la llegada al poder de los sectores sociales racializados e históricamente marginalizados, su presidencia genera muchas expectativas de cambio socioeconómico, en particular entre los sectores rurales y empobrecidos que sufren el racismo a diario. Sin embargo, los llamados al fraude de la extrema derecha, que se niega a reconocer la victoria electoral de ese dirigente andino, buscan negar esa legitimidad democrática.
Una vez Presidente, Castillo se topa rápidamente con la resistencia de la oligarquía tradicional que controla el Estado central, y se vuelve el blanco principal del racismo de la élite mediática-polítca limeña, que lo tilda de indio, burro, incompetente. En este marco, las principales representantes de Flora Tristán en Lima fueron parte de las marchas que exigían la vacancia de Castillo a fines del año 2022, a gritos de “Fuera Castillo” y “Castillo corrupto” o “inepto, incapaz”. Es decir, que las representantes más visibles del movimiento feminista fueron parte del sector de la élite que exigía la cabeza del Presidente campesino – en un contexto donde el fujimorismo nos estaba respirando en la nuca.
Durante su presidencia, observamos un bloqueo institucional y la exigencia de vacancia de Castillo de parte del Congreso controlado por el partido del ex dictador Fujimori, ampliamente embarrado en graves escándalos de corrupción con el narcotráfico y de atentados contra los derechos humanos. Desde el 2016, este narco-partido busca regresar al poder por las urnas, aunque sin éxito gracias a la memoria histórica de más de la mitad del pueblo peruano.
El discurso de Castillo el 7 de diciembre (anunciando el cierre del Congreso y las elecciones para una Asamblea Constituyente, una movida efectivamente anti-constitucional pero legítima ante los ojos de sus votantes) es la oportunidad perfecta para imponer la vacancia de Castillo – vacancia que es aplaudida por gran parte de la élite mediático política limeña. Sin embargo, lxs que votaron por él con esperanza de un cambio real percibieron este hecho como una negación de las reglas del juego democrático, una frustración del proyecto de transformación y justicia social, y una nueva manera de significarles que son ciudadanxs de segunda categoría. De esta forma, se inicia a fines del 2022 una lucha densa y brutalmente reprimida que costará la vida de más de 50 personas en las zonas andinas del país.
En este contexto, estas máximas representantes del feminismo hegemónico tuvieron un rol por lo menos ambigüo. Por ejemplo, reportan que una ONG feminista llevó a Lima a varias mujeres de Puno (la región más duramente reprimida) para que brinden su testimonio sobre la represión policial. Sin embargo, durante una conferencia de prensa, una funcionaria de la ONG feminista le habría quitado a una señora puneña su cartel exigiendo restitución al Presidente Castillo, para cambiarle a “Nuevas elecciones” – un reclamo más consensual en las esferas centralistas. De esta forma, esta funcionaria feminista imponía el discurso político “correcto” a las mujeres rurales, empobrecidas y/o racializadas que se venían movilizando.
Este centralismo, elitismo y racismo apenas disfrazado, no sólo es propio del feminismo peruano: como lo mencioné, también atraviesa muchos otros sectores políticos y sociales. Pero cuando el feminismo hegemonizado por organizaciones con muchos recursos para imponer agendas, enfoques, prioridades y posturas políticas, se declara en contra de Castillo, muchas feministas siguen esa pauta. Así, afirmar que Castillo era machista y evangélico fue suficiente para muchas de mis compañeras para declararse en contra de su gobierno, pasando por alto la dinámica profundamente antiracista, antioligárquica y antineoliberal que cristalizaba. Planteo que la posición de clase media, urbana, educada y “progresista” de muchas feministas fue un elemento que puso el feminismo en contra de un movimiento sin duda imperfecto, impuro, en gestación, contradictorio; pero un movimiento decididamente popular, anticentralista y antineoliberal.
De ahí que percibo una gran desconfianza contra el movimiento feminista en Perú. ¿No que las feministas pidieron la cabeza de Castillo desde antes de su vacancia? ¿No que estuvieron bien calladas cuando mataban a la gente del Sur? Como muchos integrantes del movimiento de Derechos Humanos peruano, las feministas limeñas más visibles demoraron mucho en denunciar la represión y las matanzas – minimizando a menudo la agentividad política indígena que protagonizaba esa lucha. Evidentemente, fuimos muchas las feministas que salimos a marchar con nuestro pueblo, cocinando en las ollas comunes, respirando gases lacrimógenas, arengando con lxs campesinxs que habían llegado a la ciudad. Sin embargo, fuimos y seguimos siendo invisibilizadas frente a la hegemonización oenegera del feminismo oficial.
Para las feministas peruanas, entonces, surgen (o deberían surgir) importantes preguntas, tras el estallido social. ¿Qué pasó con nuestro feminismo, en qué momento se volvió tan desconectado de las demandas populares? ¿Por qué en el Perú no se ha logrado forjar y/o consolidar un feminismo popular, profundamente atravesado por los dilemas y los reclamos desde abajo? ¿Cómo asumir las brechas raciales y socioeconómicas que atraviesan el colectivo de mujeres, cuando éstas son precisamente las que mueven la temporalidad sociopolítica actual? ¿Cómo romper con una concepción institucionalista de la democracia, que evacúa la correlación de fuerzas estructuradas alrededor de intereses de clase (racializada) antagónicos? ¿Cómo romper también con el moralismo que parece haberse apoderado del progresismo peruano, para repolitizar las condiciones de vida de las mujeres, todas las mujeres, en toda nuestra diversidad – sin romantizarlas ni ser paternalistas?
Nos toca una reflexión sobre la realidad de nuestras posturas antiracistas, democráticas y anticapitalistas, como feministas. Un análisis autocrítico es más que necesario para complejizar la reacción conservadora antifeminista que nos atraviesa: si tantos sectores populares se ciñen al antifeminismo de las extremas derechas, ¿cómo construir desde y con esos sectores sociales un feminismo popular que asuma como realmente propio las apuestas de nuestros pueblos?
