Traicionar al futuro
Por: Santy Rodriguez
Collage: Valentina Divoy
Crónica sobre la urgencia de armarnos con las herramientas que nos han
heredado. Dinamitar el embellecimiento de la escritura y alimentar lo salvaje.
Mi escritura es salvaje. Es el aglutinamiento que se va fermentando dentro mio y
se expande por la presión. Pero tiene razón de ser: como una fauna silvestre,
puede seguir reproduciéndose si el ambiente es propicio.
Mi vieja siempre insistió en eso. En los primeros años de secundaria, en Lengua y
Literatura, teníamos una consigna: ir a buscar un libro al azar a la biblioteca. En
ese momento me encontré con la melancolía y la fuerza de Lorca. La
recomendación de nuestra docente fue corriendo a los oídos de mi vieja. Ella
obtuvo, de una colecta educativa en un merendero, un reconocible cuaderno Éxito:
rojo, de tapa dura y con una estampa de telarañas. Me lo trajo con el nacimiento
de casi una amenaza: “Nunca dejes de escribir.”
Hoy, tiempo después, son las paredes de mi pieza, desgarrada por el desgano,
con un tabaco armado y 139 pesos en la cuenta del banco. Hace tiempo que no
escribo. Pero mientras el humo se desarma en el aire, me permito escarbar en esa
intimidad que también comparto.
Las urgencias cotidianas —el hambre, los impuestos, el alquiler, pedalear lejos
para ganar unos pesos mugrientos, el debate, el insistir, escuchar siempre lo
mismo, mendigar, desvelar— quizás condicionan la escritura. Aun así, en medio
del derruimiento, la palabra sigue pensando nuevos escenarios, nuevos
ambientes, nuevos mundos.
Durante mucho tiempo se me insistía en “arreglarla”: dejarla más bonita para que
se entienda, vestirla de ropas masculinas. Pero siempre fue incontrolable e
irrespetuosa.
Soy parte de una comunidad en la que mi identidad se construyó gracias a otras y
otros. El salvajismo de mis compañeras, mis hermanas, mis amores, siempre se
mantuvo al margen del deber ser, incluso en los espacios más progresistas.
Nunca negociaron con la idea de pertenecer o de deberle algo a alguien. Se
alejaban de la honradez que este país exige. Y así crecíamos. Y nos
amontonábamos.
Perdí el sentimiento de patria cuando recibí patadas policiales con el escudo
nacional en el pecho. No me mueve en lo absoluto el sentido patriótico de este
país. Pero sí me mueven las costumbres que se resguardan y acechan en los
márgenes. Porque ahí, todavía, se siguen armando —armándose— de otras y otros. Lo que se hereda no se roba, y en los territorios donde lo material es casi
nulo, las herencias políticas, culturales y afectivas se transmiten año a año.
Hemos podido ver el engaño. Lejos de los atavismos que arrastran nuestros
cuerpos, hay una escuela de militancia que la parentela va heredando: una forma
de pararse, de mirar, de hablar. La corrección política a rajatabla deja vacías
nuestras vestiduras.
Como peronista, pienso que el peronismo se ha alejado del salvajismo que crece
en las periferias, reemplazándolo por la hegemonía patriarcal que domina las
discusiones gastadas de los programas de streaming. Nos han exhibido como
panteras domesticadas, alimentándonos con ciertas palabras, corrigiendo el
camino, proyectando cómo vivir y cómo debería ser el “buen vivir”.
Pero aun así, hemos podido ver el engaño. Han favorecido la domesticación que
se necesita como respuesta y sellan esa condena de no tener en cuenta a las
insurgencias que siguen naciendo. Favorecer al fracaso.
Tal vez sea momento de escaparnos de esas jaulas y comernos, con un hambre
voraz, las estrategias, los discursitos, los gestos. Capitalizar nuestro poder de
transformación para imaginar otro país. Es imposible negar lo histórico, pero es
necesario insistir en la construcción de ese nuevo país con nuestras experiencias.
Porque lo lamento, pero no han podido. Han fracasado. Y el futuro que nos
prometen no es tentador. Tenemos las costumbres necesarias para derribar lo que
nos acontece.
Como esas promesas que elegimos no cumplir, favoreciendo el exilio y
negándonos a poner la otra mejilla, tenemos las herramientas para traicionar a ese
futuro. Será momento de arremeter con tanta deshumanización, favoreciendo las
conexiones humanas que siguen yaciendo en nuestros territorios.
La escritura es salvaje. No pide permiso, no alimenta la obediencia.
Tiene la posibilidad de pensar otros mundos, de crear otros escenarios.
En el aire donde existimos, la escritura da revancha, como esta existencia que no
puede ser controlada.
Y así, potenciar lo cultural con la realidad para disputar el sentido.
Como dice Lorca “Pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aqui
violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin
nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a
gritos.”
