Apuntes militantes para una salud mental obrera y popular (I)
Por Sebastián Soto-Lafoy*
Desde el Observatorio Sylvia Bermann-Psicopolítica y Salud Mental Popular, venimos elaborando algunas reflexiones en torno a los atravesamientos anímicos y afectivos de los procesos psico-políticos emancipatorios. Desde una perspectiva de izquierda, tomando lo mejor de la tradición freudomarxista, entendemos que pensar la relación entre subjetividad y lucha de clases es un desafío y una tarea política tanto para las militancias revolucionarias como para lxs trabajadorxs de la salud mental, en la medida que ambos campos -lo subjetivo y lo sociopolítico- se interrelacionan y determinan mutuamente.
En ese marco, me interesa desarrollar algunas ideas de lo que muchas veces se denomina como “Salud Mental Popular”. ¿Qué entendemos por salud mental popular? ¿Tiene que ver con la atención asistencial a los sectores más empobrecidos? ¿Con las políticas públicas? ¿Con la participación comunitaria? ¿Con la prevención y la promoción de la salud en los territorios? En primera instancia y preliminarmente, puedo decir que no lo pienso en los mismos términos que hace el progresismo psi, el cual parte de ciertas afirmaciones, lenguajes, representaciones, sentidos, que le otorgan una centralidad absoluta a la figura del Estado (discurso del “Estado presente”) y lxs profesionales psi (psico-tecnocracia) en la gestión de los padecimientos mentales, pasando a ocupar éstos últimos un rol principal en los abordajes terapéuticos, por más que en lo retórico se reivindique el trabajo interdisciplinario y la participación comunitaria. Esta perspectiva de la salud mental es lo que Gabriel Rodríguez Varela en su libro “Psicopolítica de la vida cotidiana” ubica como la racionalidad progresista tecnocrática de lxs “expertxs del psiquismo” y la Salud-Mental-Del Estado.
La apuesta, entonces, consiste en elaborar una posición de izquierda de la salud mental. Esto conlleva un desafío tanto teórico-conceptual como político-programático. Podríamos decir que algunos de los aspectos principales desde esta posición abarcan la necesidad de impulsar un plan de lucha por una salud mental obrera y popular que responda a las realidades, necesidades e intereses de la clase trabajadora, y no de las corporaciones psiquiátricas, farmacéuticas o psicoanalíticas. Un plan de lucha que incluya el debate por una planificación democrática y socialista entre trabajadorxs, usuarixs y la comunidad del sistema de salud en su conjunto. Resulta fundamental desmontar, de una vez por todas, el modelo médico hegemónico en general y el modelo manicomial en particular. Valoramos en ese sentido las experiencias colectivas y autogestivas más allá del Estado y las instituciones públicas, como los grupos de apoyo mutuo, activismos en primera persona, colectivos culturales, cooperativas de trabajo, dispositivos grupales y comunitarios, entre otros.
Como primera cuestión, un punto de vista marxista de la salud mental colectiva implica, en principio, reconocer las condiciones materiales de explotación, opresión, desigualdad y precariedad del conjunto de la clase trabajadora, en el marco de un contexto global de ofensiva del capital en contra de los derechos laborales, sociales y económicos de las mayorías populares. Alfredo Moffatt decía que antes se hablaba de los sectores más marginados de la clase obrera como grupos oprimidos. Luego de unos años, se empezaron a clasificar esos mismos sectores como “vulnerables”, “humildes”, “desamparados”. Este cambio -nos dice Moffatt- de la denominación oprimidos a vulnerables implica ocultar que existen opresores.
En consecuencia, podríamos decir que los padecimientos mentales de los grupos oprimidos (locxs, pobres, mujeres, discapacitadxs, indígenas, obreros) tiene directa relación con la subordinación estructural a una clase dominante, que se beneficia de la opresión, desigualdad y concentración de riqueza y poder. En tal sentido, el malestar social de las grandes mayorías es proporcional al bienestar socioeconómico de una minoría. Desde esta mirada, en última instancia, las clases dominantes son responsables de la precarización psíquica de la clase obrera. Depresiones, ansiedades, estrés, burnout, consumos problemáticos, anorexias, ataques de pánico, angustias, son manifestaciones sintomáticas contemporáneas que no responden a problemáticas únicamente individuales, sino que son producto de determinaciones sociales, políticas y económicas. Franco Basaglia decía que detrás de todo síntoma psíquico subyace un conflicto social. Conflicto social que podríamos interpretar en términos de lucha de clases.
Ahora bien, cabe aclarar estamos hablando de una clase trabajadora diversa en términos sexo-genéricos, etarios, raciales y étnicos. Desde una mirada interseccional, esto nos lleva a ubicar la producción de los padecimientos psicosociales de manera diferenciales y desiguales. En ese sentido, la opresión capitalista se articula a las opresiones patriarcales, adultocéntricas, racistas y capitalistas. La lucha de clases y sus efectos se entienden de manera más amplia que la mera contradicción capital/trabajo.
En el caso de la clase obrera argentina, lxs psicoanalistas Silvia Bleichmar y Fernando Ulloa nos aportan algunas lecturas situadas y locales respecto a la subjetividad colectiva. Bleichmar, en el marco de un capitalismo salvaje en su versión neoliberal, plantea la noción de “malestar sobrante”, el cual consiste en una cuota de malestar extra que nos vemos obligados a pagar más allá de la renuncia pulsional para vivir en sociedad, complejizando de esta manera la hipótesis freudiana del malestar en la cultura. Este malestar sobrante está dado por el hecho de que el sujeto no posee –porque la sociedad no se lo ofrece- un proyecto trascendente que le permita atisbar formas de disminución de ese malestar reinante, caracterizado por la pauperización de las condiciones materiales de existencia de la mayoría de la sociedad.
En nuestro país en particular, este tipo de malestar tiene directa relación con las secuelas de las políticas neoliberales que se han implementado desde la última dictadura cívico-militar en adelante, lo cual ha dejado como saldo una pobreza estructural, profundización creciente de las desigualdades sociales, precarización de las clases medias y bajas, flexibilización laboral. Por otro lado, Fernando Ulloa, reformulando la tesis freudiana, plantea la idea del malestar hecho cultura. Malestar que es equivalente a “estar mal”, generando una “resignación colectiva al sufrimiento” y, por ende, un acostumbramiento de las condiciones adversas. Este malestar hecho cultura es otra forma de nombrar lo que Ulloa denominó como cultura de la mortificación. En este tipo de cultura identifica un determinado modo de sufrimiento social contemporáneo que se caracteriza principalmente por la falta de valentía, la resignación acobardada, pérdida de la inteligencia, todas variables que contribuyen en una disminución del accionar crítico.
Hambre, desocupación, precarización laboral, pobreza estructural, fragilidad de los vínculos comunitarios, exclusión, marginalidad, son realidades que tienen un impacto en la subjetividad colectiva e individual. En ese marco, ¿qué lugar cabe para las prácticas e intervenciones en el campo de la salud mental? ¿Cuál es la salida ante esta crisis anímica colectiva? ¿Exigir el cumplimiento de la Ley Nacional de Salud Mental? ¿Contratar más psicólogxs y psiquiatras en los hospitales y centros de salud? ¿Abrir más casas de medio camino? ¿Cerrar los hospitales psiquiátricos? Sin duda que las respuestas institucionales en el marco de la democracia burguesa que impliquen una ampliación de derechos, mayor inyección de recursos, construcción de centros de salud, son medidas necesarias e imprescindibles. Ahora bien, ante la magnitud de la crisis subjetiva y social que estamos viviendo, delegar el tratamiento de la misma al Estado capitalista, sus instituciones y lxs profesionales psi, es una mirada reformista que obtura la imaginación política de generar otras alternativas de abordajes autogestivos, autónomos y colectivos del malestar.
El desafío, entonces, consiste en impulsar, desarrollar y profundizar experiencias, iniciativas y prácticas de salud mental comunitaria, colectiva y popular, desde abajo y hacia la izquierda, que promuevan procesos psicosociales emancipatorios, que se resistan y superen las capturas psicologizantes, psiquiatrizantes, medicalizantes, manicomiales y profesionalizantes.
Ahora bien, en términos tácticos, considero necesario situar esta disputa en tres niveles paralelos: contra el Estado, sin el Estado y con/en el Estado. No se trata, por tanto, de romantizar las experiencias comunitarias por fuera del Estado o con cierta autonomía del mismo, ya que cargan con sus propias dificultades, limitaciones y contradicciones (a modo de ejemplo, los dispositivos territoriales de abordaje de los consumos problemáticos de sustancias gestionados por organizaciones sociales y políticas). Asimismo, tampoco consiste en rechazar a-priori aquellas prácticas disidentes de salud mental que se llevan a cabo dentro de la órbita estatal (hospitales, centros de salud, escuelas). Sabemos que en esos espacios hay compañerxs valiosxs que con mucho esfuerzo y compromiso militante intentan generar abordajes alternativos (grupales, comunitarias, democratizantes) a las lógicas instituidas al interior de las propias instituciones.
Como toda táctica política, debe estar articulada a una estrategia. En este caso, dicha estrategia debe estar orientada disputar y subvertir la Salud-Mental-Del-Estado, expropiar los medios de producción de la salud y llevar adelante una planificación democrática y protagónica entre lxs trabajdorxs, usuarixs y la comunidad, bajo la perspectiva de construir colectivamente un modelo de salud mental comunitario, obrero y popular al servicio de los intereses de la clase trabajadora.
(Continuará)
*Trabajador de la salud mental. Integrante del Observatorio Sylvia Bermann-Psicopolítica y Salud Mental Popular
