De la megacárcel de Bukele al envío del ejército a Rosario
¿Qué tienen en común las políticas de seguridad anunciadas por el peligroso presidente salvadoreño con las que esbozó días atrás el genuflexo mandatario argentino? Coincidencias que diluyen grietas y ponen en riesgo la vigencia de los derechos humanos en toda la región.
Por Pablo Solana | Ilustración: Fuska.visual
A pesar de no haber ganado el tercer Oscar que hubiera podido emular a la tercera estrella, la peli Argentina, 1985 ganó prestigio internacional por motivos extra cinematográficos. Los logros en la lucha contra la impunidad son una buena marca de identidad que este pueblo puede acuñar con orgullo, casi tanto como el fútbol. A 47 años sigue pendiente la condena a los responsables y beneficiarios civiles, económicos y eclesiales del Golpe (acaba de morir impune, con 95 años, el empresario cómplice del genocidio Carlos Blaquier). Pero lo que falta no le quita mérito a lo que se logró (Videla murió preso sentado en un inodoro, por mencionar un símbolo). Más destacados aún son esos logros si se mira la región: América Latina suele ser territorio de altas dosis de injusticias e impunidad por igual. Ante ello se batalla, por supuesto: no hay pueblo sobre esta porción del mundo que no cuente con dignísimas historias de resistencias, luchas e incluso conquistas en busca de equilibrar la balanza, aunque aún falte para dar vuelta la tortilla.
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En agosto de 2017, cuando se sucedían en Plaza de Mayo y en distintos puntos del país las movilizaciones masivas por la aparición con vida de Santiago Maldonado, yo estaba en Colombia. Seguía con atención y bronca el caso desde allá. Una tarde, en una oficina de prensa que compartíamos con compas del movimiento campesino, les propuse que vieran en la pantalla de mi notebook las escenas impactantes de la tremenda movilización social. “Es por Santiago Maldonado”, les expliqué, “la Gendarmería lo desapareció”. Uno de ellos, un compañero con muchos años de lucha, sobreviviente de represiones criminales, me preguntó: “¿Santiago Maldonado es un pueblo?”. Tardé en comprender. Pensé que me preguntaba si su causa era la causa de todo un pueblo, o si su lucha se había convertido en pueblo, metafóricamente hablando. Le repregunté, y me aclaró: “Digo que si ese Santiago es un pueblo, como Santiago de Chile, o Santiago de Compostela… entonces lo que nos cuentas es que hubo una masacre de todo un pueblo, y por eso las protestas, ¿cierto?”. Le expliqué que Santiago era un compañero, un militante anarquista, solidario con las causas mapuches. “¿Y toda esa movilización porque mataron a una sola persona?”, fue su respuesta. Lo dijo con respeto y genuina curiosidad. Es que, en Colombia, al igual que en otros países de Nuestra América, una forma habitual de represión son las masacres, y las movilizaciones de un centenar de miles en las calles denunciando casos de impunidad no son algo habitual.
Y sí, en Argentina, por una sola persona asesinada por el Estado, hacemos un buen escándalo (aunque a veces la coyuntura acompaña más y otras veces se nos escapa la tortuga).
Hoy, el país que vio nacer a Camilo Torres y a Shakira atraviesa un momento de crisis, aun en medio de las expectativas de cambio. Ojalá se vaya revirtiendo la represión contra las comunidades y la militancia, represión que fue la regla por décadas. Hará falta un ciclo sostenido de políticas populares desde el Estado, la retracción gradual del aparato militar, la movilización social en las calles y la concreción de acuerdos genuinos de paz. Ojalá.
Pero volvamos al título de esta nota. Si prestamos atención a la coyuntura latinoamericana más reciente, hay otros focos que destellan con fuerza y encienden alarmas.
Pulgarcito en su laberinto
Veintitrés hectáreas del municipio de Tecoluca, a 70 kilómetros de la capital de El Salvador, es lo que ocupa el nuevo megacentro penitenciario construido en el Pulgarcito de América. Algo así como 12 Bomboneras todas juntas, en medio de un país más pequeño que la provincia más pequeña de Argentina, Tucumán. Es el centro penitenciario más grande del continente, incluidos EEUU y Canadá, se ufana Nayib Bukele. Tras la espectacularidad de las fotografías difundidas con precisa eficacia propagandística por un presidente formado en agencias publicitarias, subyace un régimen de excepción: “un cheque en blanco para que la Policía y el Ejército procedan sin guardar la compostura, solo así se puede explicar la estratosférica cifra de 60.000 capturados en menos de un año”, explica el investigador salvadoreño Jaime Barba. La excusa en este caso es la deriva criminal que tomaron las pandillas conocidas en ese país como maras, pero ese dato no debe ocultar el hecho que trasciende: lo que surge de allí es un modelo exportable para regocijo de todas las derechas condescendientes con la violación de los Derechos Humanos a nivel global.
El 7 de diciembre pasado el primer ministro de Jamaica declaró un estado de excepción generalizado, tomando como ejemplo al país de la megacárcel. En Ecuador, el presidente Lasso intentó aplicar un estado de excepción similar al de El Salvador, pero no le fue bien: la violencia social se incrementó. En Guatemala y Honduras, vecinos del experimento Bukele, se organizaron movilizaciones en su apoyo cuando el presidente mano-dura visitó esos países. En Costa Rica, el ministro de Seguridad declaró admirar su modelo. En Perú, aún en medio del caos y las masacres, el alcalde de Lima prometió emular el modelo salvadoreño para eliminar la delincuencia. En Colombia, la revista Semana le dedicó su último número con una foto de portada retocada para darle más brillo al personaje y este título: “El milagro Bukele. La impresionante historia del presidente que rescató a El Salvador. El éxito de su guerra contra la criminalidad y los choques con Gustavo Petro han logrado captar la atención de los colombianos”.
Sin ir muy lejos, en este país que se candidatea al Oscar de los derechos humanos, hay fascistas como Patricia Bullrich que lo avalan, pero también peronistas como el ministro de Axel Kicillof, Sergio Berni, o militares “nacionales y populares” como el general César Milani (manchado por crímenes de Lesa Humanidad, pero aun así bendecido por cierta progresía) que se manifestaron babeantes por la demostración de fiereza del salvadoreño de moda.
El nombre de la megacárcel no es un detalle menor. Aunque se concibió para alojar a pandilleros, se llama “Centro de Confinamiento del Terrorismo” (Cecot). Ya sabemos que, para las doctrinas de control social y prevención contrainsurgente, el término “terrorismo” es multifunción, hoy aplica acá y mañana allá. Como cantó el cantor: qué nos dirán, por no pensar lo mismo, / ahora que no existe el comunismo. / Estarán pensando igual, / Ahora son todos drogadictos… (Y no se trata de esgrimir un discurso soft-progre, delincuente-frendly, porque el caso es grave: esta sobreactuación carcelaria se apoya en la suspensión de garantías constitucionales, es decir: en El Salvador de Bukele no se cumplen las más básicas garantías que, se supone, estas democracias formales vinieron a garantizar).
Hay otro dato, que es menos detalle aún, y que define el tamaño de la preocupación que el modelo salvadoreño provoca: las variadas fuentes de consulta señalan que la aprobación social de Bukele en su país no baja del 80% (la más alta de un presidente en toda la región).
Si ellos son la patria…
Sobrevolemos la indolente masacre sobre el pueblo peruano. Dejemos pasar el intento de golpe de estado en Brasil apenas asumido Lula. No nos detengamos ahora en el asesinato del dirigente indígena Eduardo Mendúa en Ecuador. Peguemos el salto por sobre esas y otras ofensas impunes y caigamos en Rosario. Acá cerquita. Volvamos al país de los derechos humanos.
El tema es delicado. El poder narco lastima el tejido social (aunque, siguiendo con la vara latinoamericana, estamos a años luz de la gravedad que la cosa tiene en Colombia o México). Aun así, como dijo el comentarista Alberto Fernández: “algo habrá que hacer”. Cuando el hombre cayó en cuenta que gran parte de esa responsabilidad le tocaba a él, no se le ocurrió mejor idea que anunciar militares desembarcando en barrios abandonados a su suerte.
El descalabro de la vida y la amenaza de la muerte en Rosario es real y atender la situación, urgente. La crisis allí es seria. La pregunta sobre la utilidad de mantener a estas fuerzas militares parásitas de esta democracia de la derrota también es seria-ero vamos a dejarla para mejor oportunidad.
Pongamos el foco, por ahora, en lo que resulta central de ese anuncio. Una vez más, se corre el límite que prohíbe a las fuerzas militares cumplir tareas de seguridad interior.
Tres leyes lo prohíben: la de Defensa Nacional (1988), la de Seguridad Interior (1992) y la de Inteligencia Nacional (2001). Hay grietas en la redacción de esas leyes que permiten, sin embargo, el desarrollo de “misiones complementarias” que no hacen al rol central de las fuerzas militares, pero las habilitan a “brindar apoyo a la comunidad nacional”. En ese sentido, el anuncio presidencial delimitó: estarán sin armas, volcados a “tareas de urbanización”.
¿Necesitamos que la demarcación de calles, la construcción de cunetas y el alisado del asfalto lo realicen tropas miliares? ¿No son, a todas luces, mejores opciones las cooperativas de trabajo subocupadas y malcontratadas por el propio Estado, los gremios de la economía popular y de la construcción con poder y capacidad de llevar a cabo la obra pública que haga falta?
Está claro que, a Rosario, el Ejército no irá solamente –ni principalmente– a hacer calles. Aun cuando su presencia fuera desarmada (habrá que ver), irán a ejercer el control social. Más no sea por presencia, en primera instancia: uniformes verde oliva, jerarquías militares. Disciplina de cartón, pero cartón militar, después de todo.
¿Control social ante el narco, ante el crimen organizado? La militarización de “la guerra contra las drogas” no hizo otra cosa que agrandar el problema, porque las fuerzas militares entran en el juego y se convierten en parte del negocio. Así sucedió en todos los países de la región que cedieron a la tentación militar empujados por las doctrinas de los EEUU, quienes de ese modo se garantizaron el control narco y lo mantuvieron activo como excusa para intervenir allí donde les diera la gana.
Algún distraído podría pensar que la propuesta de urbanizar con militares una zona de influencia narco se asimila a lo que propone Ciudad Futura, la bancada de la militancia popular en el Concejo de Rosario. Juan Monteverde, concejal y referente de esa fuerza política, propone una estrategia “por abajo, urbanizando barrios populares para recomponer el tejido social”, pero basta con seguir leyendo para entender que no es lo mismo que anunció el gobierno, sino lo contrario. A ese enfoque por abajo le falta el complemento imprescindible. En términos de Ciudad Futura, “por arriba, yendo por la ruta del dinero y el delito de guante blanco que financia la violencia”. Pero, además, le falta el contenido: urbanizar, desde una política popular y efectiva para recomponer el tejido social, implica “que el municipio ponga en marcha la Empresa de Desarrollo Urbano y la provincia habilite tierras”. El periodista y diputado provincial Carlos del Frade termina de aclarar el panorama: “nunca hubo tantos efectivos de fuerzas federales y nunca hubo tantos asesinatos como en 2022. El narcotráfico y el contrabando de armas son negocios, flujos de dinero que no se cortan con un tanque o drones, si no con la decisión de anular las transacciones bancarias de origen ilegal”.
Los intentos de involucrar a las fuerzas militares en Seguridad Interior no son de ahora, sino resabio de la Doctrina de Seguridad Nacional de los EEUU que sigue activa en América Latina y nunca terminó de desactivarse en nuestro país. Entre tanto humo declarativo pasaron de largo las palabras del nefasto ministro de Seguridad de la Nación, el impune Aníbal Fernández, quien en su exposición ante el Congreso reconoció: “En el narcotráfico trabajamos con las agencias americanas, ya sea la Homeland Security, la DEA, la Policía de Nueva York, el FBI, la CIA. Tenemos un trabajo diario con todas las agencias norteamericanas. En este momento estamos trabajando en la construcción del tercer GOG, que es un grupo especializado construido con el FBI y con las fuerzas de cada una de las provincias. Tenemos uno en Salta, uno en Misiones y en este momento estamos construyendo uno en San Nicolás con el FBI y las policías de las provincias de Buenos Aires, de Entre Ríos, de Santa Fe y de Córdoba”.
En el mes de la Memoria, a poco de conmemorarse un nuevo 24 de marzo, resulta pertinente la comparación: los mismos EEUU que avalaron el golpe de estado genocida hace 47 años, orientan hoy las políticas de Seguridad Interior.
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Al igual que sucede con la valoración del espectáculo de terror que propone el presidente salvadoreño Bukele, en cuanto a doctrinas y lineamientos de seguridad estratégicos, de largo plazo, pareciera no haber grieta. Por oportunismo o sumisión, la dirigencia de las principales fuerzas políticas (Frente de Todxs y Juntos por el Cambio) convalida un camino que, si no se atiende a las señales de alarma que ya están encendidas tanto en nuestro país como en toda la región, solo conducirá a mayores niveles de violencia y disgregación del tejido social.
Por supuesto que hay otros caminos posibles. Así lo expresan las voces que se alzan desde la izquierda, las advertencias de algunos organismos de derechos humanos y, sobre todo, la iniciativa de la militancia popular. Aún en momentos de desconcierto, ahí, en el empuje militante, y en la virtuosa historia que supimos construir en defensa de los DDHH, están las reservas para superar este mal trance e ir por más.
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