CRÍTICA DE CINE

Cartuchos para los santos

A 20 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maxi Kosteki, una serie de apuntes sobre producciones fílmicas enfocadas en la Masacre de Avellaneda.

Por Lea Ross

Lo ocurrido el 26 de junio de 2002, entre el Puente Pueyrredón y la Estación Avellaneda, no solo marcó una nueva disputa en el ejercicio represivo de las instituciones representativas, sino también en las lecturas de sentidos frente a la noción de la represión en la democracia. Así lo refleja La crisis causó dos nuevas muertes (2006), cuya razón de ser uno de los mejores documentales del inicio del presente milenio es por su narrativa no solo bien estructurada o por la efectividad de su lado ensayístico, sino que ambas cualidades fluyen en ese viaje narrativo. Hacer cine es como viajar. Viajar por la estación de trenes, viajar por las rutas, viajar donde vivían Maxi y Darío y viajar por los pasillos de redacción de Clarín. Las miradas no solo se recolectan, sino también se colisionan. Hasta llegar al derrame con la famosa declaración del editor Julio Blanck reconociendo que el titular no decía la verdad.

El poder en la película no está filmado en un cliché de señores con saco y corbata; curiosamente, el único que aparece con semejante vestimenta es Luis Zamora. Por el contrario, la primera aparición de Blanck es en camisa blanca, tratando de recargar tinta a su impresora, y comentando anecdóticamente lo ofuscado que es la prensa a las primeras horas de la mañana. Tanto Blanck como la figura del policía, en especial Alejandro Fanchiotti, tienen sus espacios en el filme emulando ser una especie de tropas que cumple órdenes de un poder que aparece fuera de cuadro. La negación de los funcionarios nacionales de dar su testimonio en ese documental se quiebra dos décadas después con las declaraciones de Eduardo Duhalde en el telefilme Diciembre (2021), de Alejandro Bercovich y César González, donde el ex presidente reconoce que la orden se impartió para evitar la llegada de la marcha a la Capital Federal, más la insistencia en que las muertes se generaron por disputas internas. En cierta manera, el discurso fosilizado del “Cabezón”, recientemente presentado como prueba en el juicio por la responsabilidad política de la Masacre, retoma la advertencia sobre la banalidad del mal, donde toda represión se orquesta en una burocracia compleja, pero planificada.

Del eslabón más básico de ese encadenamiento, que es la policía, se adquiere identidad propia en el mediometraje experimental Piquete Puente Pueyrredón (2002), realizado por el colectivo Indymedia Argentina. La exposición de rostros de los uniformados es un criterio e(sté)tico que se mantiene al día de hoy como modo de personalizar al considerado un traidor de su clase. El estilo tecno-anarco-punk es acorde a la incertidumbre por la llegada de un nuevo milenio, en donde lo que ofrece la patria a su pueblo es disparar con cartuchos de balas de plomo, para luego ser recolectados en el piso uno por uno. La burla que realiza ese trabajo en video sobre los comentarios de movileros y conductores televisivos, como si se tratara de un videoclip rapero, satiriza no solo una manera de analizar lo ocurrido, sino también su propia complacencia hacia el poder (político de turno).

Con las muertes consumadas, el documental de Miguel Mirra, Darío Santillán, la dignidad rebelde (2012), no reniega su conformismo hagiográfico frente a ese militante que puso el cuerpo. De hecho, el recorrido sobre el puente termina con una enorme imagen de Maxi y Darío como custodios un monasterio. Por el contrario, la sutil respuesta de Maxi Kosteki, constructor de caminos (2013), hecho por En Movimiento TV y El Barrio TV, no se limita solo a que exponer aquel personaje que quedó en segundo plano, sino también reconociendo, en esa interacción entre quienes están frente a cámara como por detrás, de cuestionar esa misma santificación que, desde su lectura, impide tocar el barro de la militancia, por lo menos de parte de alguien que todavía no alcanzó a construir atajos, como dirá una de las entrevistas.

La presencia de los dibujos hechos por Maxi, presentes como llamaradas de un neumático incendiado, interactúa más con la película Estación Darío y Maxi, ex Avellaneda (2016), de Ricardo Von Muhlenbrock, donde ese mismo lugar, donde el Estado hizo lo peor que pude hacer, se convierte nuevamente en un espacio físico de disputa entre abajo con los de arriba. Sin cartuchos ni derramamientos de sangre, ni siquiera elegías divinas, aunque sí momentos de veneración, será esa insistencia de pulsión artística popular de intervenir los espacios públicos, frente a la retaguardia de “la empresa”, que llevara a un re-bautismo como un triunfo de tamaño mínimo, pero de un alcance impoluto para la memoria en construcción.